(No es un artículo enteramente mío. No, al menos, en lo intelectual. La segunda parte, desde los pueblos, es un resumen de una conversación que mantuve con Clonclon hace un par de noches. Él insiste, y yo coincido, en lo poco que se comenta lo obvio).
El nacionalismo catalán, como todo nacionalismo, mantiene una violenta lucha contra la realidad. Cada mañana, un despertador interrumpe su dulce arcadia con un ensordecedor zumbido y lo pone en pie de protesta y lamento, que es su estado bipolar natural. Si el nacionalismo fuera un personaje, sería como el escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick quien, a pesar de que llegó a cuestionar su salud mental y su percepción de las cosas, aseguraba que «la realidad es aquello que, aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece».
Si la realidad golpea el hígado de las pasiones nacionalistas, allí donde el Camp Nou grita «independencia», se les advierte sobre su propia liga. Pero su arcadia les dicta acuerdos con la LFP. En el peor de los casos, podrían jugar en la Liga francesa, aseguran, como si los clubes franceses fueran a estar entusiasmados con la idea de que un equipo extranjero se llevara siempre una plaza de Champions con la de millones de euros que hay en juego. Mientras el nacionalismo sueña acuerdos, la realidad lleva al Barça a vagar por los campos de Reus y Olot.
Si la bofetada la envían por micro y carta desde Bruselas y les confirman una y otra vez que quedarían fuera de la Unión, los dirigentes nacionalistas lo ponen en duda. Esto es como ir a casa del tipo del Escatérgoris, no llevar Coca-Cola, y decirle que el juego es tuyo.
Si la bofetada se la dan los mercados, sacan balanzas fiscales, deudas históricas, aportaciones excesivas a las arcas del Estado, el expolio y ‘Espanya ens roba’. Y estalla así el episodio bipolar, la querencia cuando se trata de Europa y la pérfida España de puertas para adentro. Una víctima para perdurar su mensaje desde el poder y el país hermano mayor para cruzar, de la manita, los obstáculos para entrar por la puerta grande de las instituciones mundiales.
Sobre los pueblos, sólo tengo preguntas: ¿Quiénes son el pueblo catalán? ¿Los que han nacido allí? ¿Los que han nacido y viven allí? ¿Los empadronados allí? ¿Los que viven y trabajan allí aunque no hayan nacido en Cataluña, como decía Jordi Pujol? En ese caso, ¿puedo empadronarme mañana y votar el destino de mi pueblo, el catalán? Si uno ha nacido en Alpedrete pero sus padres son de Vilanova i la Geltrú, ¿es catalán? ¿Lo es Duran i Lleida, que nació en un pueblecito de Huesca? ¿Si alguien nació en Cataluña pero vive fuera, no es catalán? ¿Es catalán el de Mataró que no habla catalán y tiene una madre portuguesa? ¿Y si su madre es francesa con ascendente piscis? ¿Quién decide quién es catalán y quién no lo es? Todo esto es muy importante para saber quién puede votar y quién no en el referéndum que no se va a celebrar.
Hablemos un poco de sentimientos. Cada uno puede sentirse lo que quiera. Un señor de Soria puede sentirse coreano si lo desea muy fuerte. Y puede dejar de ser español: que reniegue de la nacionalidad y se saque la que le dejen. Y puede dejar de vivir en España: que haga las maletas y se pire. Total, estamos en retirada. Por tanto, supongo que puedo sentir que el Penedés también es mío. ¿Puedo decidir sobre lo que siento que es mío, igual que un nacionalista reivindica decidir sobre lo que siente como propio?
Llegados aquí, sólo nos queda lo más básico, lo que nadie dice, sobre lo que nadie discute o peor, sobre lo que se les ha concedido sin plantar la más evidente de las batallas, donde se han librado todas las guerras de la Historia: el terruño. Todo lo demás, todo lo escrito hasta ahora, es totalmente secundario. Porque el problema no está en que un nacionalista no quiera ser español: está en que al dejar de serlo, quiere llevarse una parte de España con él. Él sentirá que esa tierra le pertenece, pero yo puedo sentir lo mismo. Él pensará que se la arrebataron a sus antepasados, y yo que me la quiere arrebatar él. Él dirá que la Historia le da la razón, yo le diré que me la da a mí. Él, que me han engañado; yo, que vive de un deseo. ¿Por qué no podría decidir yo sobre el Delta del Ebro exactamente igual que él? ¿Quién decide y con qué criterio que sus sentimientos valen más que los míos?
En contra de lo que pueda parecer, estoy totalmente a favor de un estado catalán, pero en otra parte. Lo sé, la idea no convence a nadie. La creación de un Estado es un devenir histórico forjado durante siglos y no se puede romper porque unos señores que ahora mismo viven o han nacido en Cataluña pero dentro de cien años no estarán y que hace cien tampoco estaban, decidan que se acabe. Un Estado es un tema demasiado serio y complejo. El problema catalán es algo que ya trató con claridad y suficiencia José Ortega y Gasset en 1932:
Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles.
Nos queda, pues, la convivencia. No hay, además, político español con posibilidades de gobernar o suficientemente enajenado o las dos cosas, capaz de proponer un referéndum para que una parte de los españoles decidan sobre toda España. Porque no nos engañemos: la secesión no es una decisión sobre una parte de un territorio, sino sobre su conjunto. Por eso, a Clonclon le gustaría ver a un Rajoy más bravo con este tema. Por ejemplo, que hubiera respondido la carta que le envió Artur Mas con un sobre con un mapa mudo de los ríos de España y un ejemplar de la Constitución. Fin de la cita.
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