Se acercaba el verano cuando supe por primera vez de Manuel Jabois. Probablemente Tsevanrabtan o Verónica Puertollano comentaron alguno de sus twits. Algo ingenioso, claro, porque Jabois no sabe ser otra cosa. Ojo, que no soy de enjabonar. Y mucho menos a un tipo que no conozco y que tampoco tiene pinta de que me vaya a ofrecer un trabajo digno en la vida. Pero bueno, esta entrada tiene un propósito, y es su libro. He venido a hablar de su libro.
Cuando supe de la existencia de Irse a Madrid lo busqué en La Casa del Libro. Encontré el único ejemplar que quedaba mientras una chica preguntaba por él en caja. Mi reacción natural sería meterlo en la solapa, y si no lo hice fue porque tenía detrás al vigilante de la puerta. Se preguntarán por qué haría yo un gesto tan de Winona Ryder. Pues porque soy un hombre y, como todo hombre, cuando una morena con ojos azules me mira haciendo pucheros porque le he levantado el último libro que tanto tiempo lleva buscando, me comporto como un idiota y se lo doy. Ella dirá que no, yo insistiré y, finalmente, lo aceptará con una sonrisa complaciente, mezcla de «he conseguido lo que quiero» y «qué imbécil eres». Y es que mi cerebro, en estas ocasiones, libra una batalla perdida entre la fantasía y la razón. La fantasía siempre vence porque representa lo que deseo, y la razón, la hostia que me voy a dar. Yo, como soy un romántico, siempre me doy de bruces.
La fantasía es como un consejero de una caja de ahorros: te quiebra la vida. La fantasía me asesora que mi caballerosidad prendará a la chavala, que me invitará al Starbucks de la esquina para hablar de Jabois (fíjate Manuel que te acabo de colocar en un pedestal intelectual, aunque he cambiado el Gijón de Baroja), de su libro y de cómo es posible que sea conocido en Madrid un periodista del «Diario de Pontevedra». Y ahí, en las distancias cortas, sobre todo si son de Pontevedra, yo gano mucho. Mientras, la razón es como el hermano mayor, aunque en mi caso es el pequeño, que me dice que ella pagará el libro y no volveré a verla en mi puta vida. Así que, en un giro trómbico, logré evitar el choque y ya desde el retrovisor escuché al vendelibros decir que el libro debía de estar por ahí.
Salí de la tienda a hurtadillas, con paso de Cuasimodo. Con el subidón de adrenalina de un vendedor de enciclopedias que coloca tres a una familia numerosa desahuciada e inmigrante. Mueble incluido.
Como he dicho, se acercaba el verano, así que Irse a Madrid fue ese libro ligero de de verano y piscina. Cuando me conseguía concentrar claro, porque los frutos que da esa piscina, juro que no son terrenales. Entre la portada del libro y los bikinis, pensaba que había caído en algún lugar desaconsejado por La Biblia.
Que nadie se tome a mal lo de ligero. Cuando, ya terminando el verano, me fui de viaje a Portugal y Tarifa, me llevé La Contratación Colectiva, de William H. Hutt, recomendado un día por Rodríguez Braun en La Brújula de la economía. Y, amigos, no dudo del interés de dicho estudio, pero el Tangana no es su biblioteca.
Así que ahí estaba yo, con todo el verano por delante para leer las columnas de Jabois. Una de ellas da el título: «Baroja, más discreto, decía que para ser escritor había que llegar al Gijón y ponerse a la cola, pero Baroja no tenía ADSL» (pág. 33).
En charlas de bares, en las que me quiero hacer el simpático, me he agarrado a las columnas de Jabois. Es lo que son, historias cercanas. Las contaba para sacar un provecho personal, lo reconozco: solo se las he contado a chicas. Comenzaba diciendo «estoy leyendo un libro…», como para lograr la sorpresa de alguna. Y luego ya, soltaba la columna. Sí, he utilizado a Jabois para ligar. Y debo decir que con bastante éxito. He contado las historias, y mi amigo se ha puesto morado.
Jabois narra en sus columnas lo que ocurre a su alrededor. Hace periodismo del periodismo, con la venia que le da reírse de su sombra y ponerse en evidencia. Es un faltón consigo mismo, un ojo de halcón de lo cotidiano, te ve cuando crees que nadie te mira, como las cámaras de Preciados. Sus metáforas huyen de lugares comunes y las reinventa con una fluidez literaria. Es como aquellos compañeros de colegio que sabíamos que apenas estudiaban y siempre sacaban buenas notas. Ahora, ya sé qué ocurre cuando no encuentro palabras: están todas en la puerta de su casa, haciendo cola, como escritores en el Gijón, para que él las escriba. Habrá que arrimarse, a ver si se pega. Porque parece que tiene un ángel caído, y que le ha caído encima.