Aquí ellos también Pueden


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Después de la experiencia de la II Guerra Mundial, después de las profecías orwelianas y de tantos otros relatos distópicos, el hombre moderno parece estar dispuesto a demostrarse a sí mismo, una vez más, que es capaz de tropezarse con la misma piedra, esta vez presente con el nombre de populismo. Vemos cómo en buena parte de Europa el populismo, bien de extrema izquierda, bien de extrema derecha, gana cada vez más terreno, alimentándose de las crisis económicas y de los no pocos errores de nuestros políticos. Ni siquiera Estados Unidos parece librarse de esta fiebre.
En España la creciente ideologización de la población, la politización de la vida en casi todas sus dimensiones y especialmente la radicalización del pensamiento de izquierdas desde mediados de los años noventa han abierto las puertas del populismo por ese mismo flanco.

Cuando ETA mató a Miguel Ángel Blanco todavía quedaba cierta fibra moral en el pueblo español; después de treinta años de asesinatos el ciudadano común aún tenía muy claro, a excepción de unos cuantos radicales, quiénes eran los terroristas y quiénes los demócratas. Tras los atentados del 11M parece como si nuestra constitución moral se hubiera debilitado hasta los huesos y, mientras tendemos a relativizarlo todo dependiendo de que exista una excusa ideológica o no para ello, lo único que parece poder indignarnos ‘en masa’ es que nos roben el dinero, y ni siquiera en todos los casos. Esto, en tiempos de crisis económica, es campo abonado para el populismo de izquierdas, que promete la igualdad de derechos mediante la igualdad de capitales, confundiendo con toda intención la riqueza con la libertad, y escondiendo muy a sabiendas, e incluso proponiendo en muchos casos abiertamente, que para conseguir esa igualdad lo que hay que hacer es precisamente estar por encima de derechos fundamentales como el de la propiedad o la libertad de expresión, indispensables en cualquier democracia (entre otras cosas porque las democracias se hicieron para poder respetarlos). Se entiende que estos atropellos, como los que se están ya viendo de forma incipiente en Barcelona, no son más que ‘discriminaciones positivas’, algo así como si se dijera ‘daños colaterales en la revolución institucional a favor del pueblo’, es decir, de ese Estado que viene para sustituirnos a todos nosotros, a los individuos.

Ya lo dijo Robespierre, no podemos hacer una tortilla sin romper los huevos… En Venezuela, en Bolivia e incluso en cierta manera en Argentina y Brasil, se han roto unos cuantos huevos y ni rastro de la tortilla. Ellos eran los buenos, el pueblo, y pudieron por lo tanto utilizar todas las armas que consideraron necesarias, cabalgar contradicciones, llegar al poder, reformar la constitución mediante referéndum, estatalizar los medios de comunicación, acabar con la división de poderes y, por fin, quedarse. No hace falta ser Casandra para hacer estas predicciones también en España, tras haber empezado a importar los tics ideológicos que allí imperan y a mostrar los mismos síntomas de su enfermedad. La manera que tiene de actuar el populismo es de libro, aunque éste se forre con las tapas del catálogo de IKEA y su mensaje se aderece con besos, abrazos y buenas intenciones; y aquí es tan aplicable como en cualquier otro lugar.

Esa sensación de seguridad que prevalece en nuestro pueblo, de pretender que en España la llegada al poder de un líder radical no puede minar nuestras instituciones, esconde en realidad un sentimiento de superioridad cultural y política frente a los países hispanoamericanos muy poco racional (vease el caso de Chile, de su florecimiento democrático y económico durante estos años, y de su poca corrupción institucional), y mucho menos edificante. Si algo nos ha enseñado nuestra historia, es que nadie está a salvo del totalitarismo. También los ciudadanos de Venezuela creyeron, cuando apareció Chávez, que ellos jamás llegarían a ser Cuba. Tan sólo vieron en él el rostro de una nueva política (quizás radical pero en su opinión necesaria, dadas las circunstancias del país). Un líder, en cualquier caso, cercano y defensor del pueblo, simpático, amable, crítico implacable de los corruptos en los programas de televisión.
No nos engañemos, aquí puede ocurrir exactamente lo mismo porque, de hecho, ya está ocurriendo. Aquí ellos también Pueden.

El vitalismo


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La estética del arte contemporáneo es un estética de enterradores. No hace más que dejar cadáveres a sus espaldas. El arte moderno ha dado grandes obras como en cualquier otra época, pero a día de hoy, la falta cada vez mayor de verdaderas personalidades provoca un vacío que se rellena con teorías, con retórica banal y pretenciosa, con mera palabrería; la cosa era inevitable, se venía intuyendo desde hacía décadas: no existe un ambiente más falso y apolillado, más superficial y tontorrón que el de la creación artística contemporánea, con el añadido de que viene aderezado con la solemnidad del entierro. Al estallido juvenil y revolucionario de las vanguardias se han impuesto sus inevitables consecuencias, los cadáveres que va dejando detrás de sí, o que al menos pretende dejar. En cuanto a la pintura, primero fue el entierro de la tercera dimensión, luego la realidad como referente, finalmente la representación misma, el tema; hasta que, inevitablemente, durante los años setenta se anunció su defunción por anemia. Ojalá hubiera muerto realmente, así hubiéramos podido pintar con total libertad, en vez de seguir viéndola pulular moribunda, de aquí para allá, excusándose con sutilezas estéticas, intentando respirar de una manera lo suficientemente moderna. Más les hubiera valido a los críticos decir con cierta pompa y circunstancia “¡La pintura ha muerto, viva la pintura!” Pues, de la misma manera que el padre muere, sus hijos, los que lo suceden, siempre serán de la misma estirpe.
Haced el favor de abrir una revista de arte cualquiera. Todo el mundo parece ir vestido de luto. Mirad los cadáveres diseccionados de Damien Hirst: son la perfecta imagen del arte de nuestro tiempo, un arte delicadamente forense. ¿Dónde está aquel paraíso que se nos había prometido, aquella libertad creadora? El siglo XX comenzó preñado de un aliento vital, el XXI es un cementerio artístico. Paseaos por las mejores ferias de todo el mundo; veréis infinitas obras hechas de otras tantas maneras, pero prácticamente todas ellas huelen a lo mismo, todas ellas no son más que proyectos, ideas: todas están muertas. El artista contemporáneo pasa innumerables horas ‘informándose’ de los derroteros que tomará el arte, de cuál es el debate artístico del momento para poder formar parte del sepelio. Hoy la mejor manera de halagar una obra de arte es calificándola de ‘interesante’. Me imagino que si a Miguel Ángel le hubieran dicho que los frescos de la Capilla Sixtina eran ‘interesantes’ los hubiera vuelto a encalar de blanco.
La pintura, el dibujo, deben ser un arte vital y verdadero. Un arte fecundo, que surja de manera natural a partir de la vida, por pura necesidad, y no bajo los dictados de las revistas. Necesitamos igualmente algún tipo de estética que aparezca con la misma espontaneidad que se le aparece la vocación al artista. Una estética que sepa dar al menos dos o tres ideas importantes, en vez de presentarse como el producto de innumerables clichés. ¿Cuál es la vocación artística de nuestro tiempo? Seguramente, muchos de los verdaderos artistas del momento son absolutamente desconocidos. Sean cuales sean los rumbos que decida tomar el arte, deberán imponerse por sí mismos como ocurre con cualquier otra circunstancia vital. Cuando las esquelas de las revistas anuncien por fin que el arte ha muerto, para entonces habrá ya resucitado.

La teoría de la casta


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La corrupción política, desde la más ligera hasta la más abyecta, siempre se dará en un país en el que todavía imperan, mejor o peor, la ley y el derecho; esto es, en una democracia por muy maltrecha que esté, o parezca estar. En Venezuela no cabe ya casi hablar de corrupción política, sino de autoritarismo, y en Corea del Norte, simplemente, de totalitarismo. Autoritarismo y totalitarismo se dedican a fomentar muchas otras clases de corrupción más ‘comunes’, tanto en las costumbres como en la moral de los funcionarios, pero cuando hablamos de corrupción política se entiende sobre todo que lo es frente a un modelo ejemplar del que parte, la democracia, cuyas instituciones se debilitan pero todavía permanecen.

La derecha e izquierda democráticas, es decir, las que que tradicionalmente han formado la democracia en España, PP y PSOE, parecen hundirse por sus errores, sí, pero sobre todo por el odio que se ha ido sembrado entre ellos mismos y sus seguidores. Deberían tomar nota de ello, deberíamos todos hacerlo. Vivimos desde hace ya tiempo en un permanente estado de guerra civil fría, a veces aliviado por pequeñas treguas. Mientras tanto comienza a surgir el pensamiento totalitario cargado de buenas palabras e intenciones, y ya parecen sentirse en sus promesas los vientos del cambio que nos salvará de la corrupción, o que al menos traerá la venganza de los políticos corruptos, esa especie de estamento civil que se nos ha descubierto y al que se ha bautizado con el nombre de ‘casta’, como si no fueran individuos, con nombres y apellidos propios, personas que deben ser juzgadas también individualmente, sino una clase compacta y apestada, un cáncer que debe ser extirpado. Este ha sido el mayor éxito de Podemos: que todo el mundo crea que existe la casta, incluso los que jamás llegarán a votar a Podemos.

El odio colectivo hacia un sector concreto de la sociedad ha sido, es y será siempre el cebo del ‘guardabosques mayor’, del redentor totalitario, aquél que se proclama siempre el único político ‘puro’, sin mácula, cercano y amable si hace falta, pero implacable contra el enemigo; aquél, en definitiva, que surge para salvarnos y vigilarnos a todos, no sea que nos convirtamos nosotros también en casta y volvamos a estropearlo todo.

A río revuelto ganancia de pescadores… Pero ojo, porque lo que se pesca ahora son almas.

Nimiedades


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Tira cómica de Quino.

Nimio,mia: (Del lat. nimĭus, excesivo, abundante, sentido que se mantiene en español; pero fue también mal interpretada la palabra, y recibió acepciones de significado contrario).
1. adj. Dicho generalmente de algo no material: Insignificante, sin importancia.
2. adj. Dicho generalmente de algo no material: Excesivo, exagerado.

Hace dos años me encontré en una carretera con la siguiente pintada, producto de la educación intelectual que todos sufrimos:

Pienso, luego estorbo

La cosa me resultó muy graciosa, más que nada porque me pareció que era verdad. Un grito tan angustiado se le había debido de ocurrir seguramente a una persona, y esta persona quizás había intentado apartarse del rebaño (concedamos que así fue). Sin embargo, eso de que uno anuncie a los cuatro vientos que es el único ser humano capaz de pensar por sí mismo, eso y no otra cosa es precisamente el mayor de todos los clichés de nuestra época. Lo cual le da un giro muy entretenido al asunto pues, como en el cuento del lobo, ya ni siquiera podemos saber si el muchacho realmente estaba pensando de verdad, y tan sólo nos queda claro que estorbaba.

Hoy en día resulta que eso de pensar se ha convertido en una especie de aporía, y decir ‘yo pienso’ se parece cada vez más a un vulgar ‘yo nunca miento’. No debería resultar extraño, pues (aunque sí un pelín sospechoso), que ya casi todo nos resulte impensable, entre otras cosas porque no cabe pensar nada interesante que no deba ser tremendamente original, como siempre. Si toda época tiene sus espejismos, sus ídolos, ésta en la que vivimos no se queda corta, y el primero de todos es el de la originalidad, la cual comenzó por ser algo muy interesante y entretenido, desde luego, pero ahora no es más que un coñazo insoportable. Menuda tabarra esa de que todos tengamos que ser igual de diferentes. Sin embargo, nada resultaría más original, nada más inaudito que no pretenderlo. Esto sí que sería algo impensable, casi tan increíble como no quererse ir de vacaciones en verano. Hasta el funcionario más vulgar aspira a llegar a ser un revolucionario cualquiera, y con tener esa aspiración piensa que queda redimido, cuando en realidad lo que hace es rematar la faena.

Sí, el asunto de la originalidad se ha convertido en un coñazo insoportable. Eso y no otra cosa es lo que muy astutamente ha querido anunciar al resto del mundo la artista Deborah de Robertis mostrándonos lo original que es el suyo mientras recitaba un poema bajo los aplausos de un público que, un pelín desorientado, se olvidó de escandalizarse como es debido (recordemos que a estas alturas del juego, el verdadero happening ya no es lo que hace el artista, que al fin y al cabo padece de serlo, sino el público). Fuentes fidedignas nos aseguran sin embargo que un señor mojigato, y sin duda un poquito machista, se dio la vuelta con cara de asco mientras murmuraba: ‘¡será posible, otra vez Baudelaire!’, pero se retractó al momento cuando le aseguraron que el poema también era original. La obra ha quedado registrada en este video, en el que la artista ha decidido acompañar el evento con el hermosísimo ‘Ave María’ de Schubert.

http://www.dailymotion.com/video/x1yaxll_une-artiste-expose-son-sexe-sous-l-origine-du-monde_news?

Yo por ahora me limitaré a señalar este otro interesante artículo que no hace mucho escribió el pintor Íñigo Navarro y a sugerir que no nos quedemos con la simple anécdota por lo demás completamente ‘naive’ que supone la panorámica de un sexo al descubierto, sino que tengamos el valor de atisbar el verdadero significado de la obra, el cual, por emplear una metáfora feliz, podemos decir que ya surge, que está naciendo de las mismas entrañas de su autora (la criatura al nacer se despereza, abre sus fauces y es entonces el pasmo y el escándalo del mundo cuando pronuncia las siguientes palabras):

Pienso, luego estorbo (aplausos entusiastas).

Damnatio memoriae


Estatua del emperador Domiciano. Gliptoteca de Munich.
Estatua del emperador Domiciano. Gliptoteca de Munich.

I

Entre las joyas que pueden apreciarse en la Gliptoteca de Munich se encuentra una escultura del emperador Domiciano, representado como dios Sol, que tiene la particularidad de habernos llegado con el rostro desfigurado. Un cartel en la sala nos explica que la estatua fue sometida a la ‘damnatio memoriae’, acto que consistía literalmente en condenar la memoria de aquellos emperadores que habían pretendido hacerse pasar por dioses en vida. De esta manera, tras su muerte, se procedía a hacer justicia denigrando su recuerdo tánto como ellos habían procurado ensalzarlo, deformando los retratos y borrando su nombre de las inscripciones. En todo ello había quizás una cierta ‘justicia divina’, la misma que Herodoto nos recuerda que les espera siempre a los que ansían demasiado el poder. Pero desde un punto de vista algo más prosaico, y desde luego mucho más estratégico, se trataba también de una manera de organizar la propaganda de los nuevos emperadores, en muchas ocasiones enemigos de los anteriores. La lógica del poder exige ensuciar el recuerdo del enemigo difunto, sobre todo teniendo en cuenta lo nostálgico que puede resultar a veces el pueblo. Hay que mantener y avivar el odio, caricaturizando al personaje, desfigurando su memoria, oscureciéndolo así con verdades que son mentiras y mentiras que se convertirán en verdades oficiales. Esta última costumbre ha perdurado hasta el presente, y en nuestro país tenemos la ocasión de comprobarlo casi constantemente. Basta con encender la televisión.

La ‘damnatio’ perfecta, sin embargo, es aquella que logra aniquilar completamente el recuerdo del enemigo de tal manera que nadie llegue a saber que existió alguna vez. Uno puede estar seguro en estos casos de que cuanto más dura sea la condena, también más inocente el conenado. Esto fue lo que intentó llevar a cabo Hitler con el pueblo judío en la llamada ‘Solución final’.

Stanislaw Radlowski.
Stanislaw Radlowski. Foto por cortesía de la familia Radlowski.

II

 Jerzy Radlowski cumplió ochenta y seis años hace dos meses. Polaco y de ascendencia judía, su madre se convirtió al catolicismo y educó a todos sus hijos en esta religión, él piensa que quizás en previsión de lo que iba a ocurrir. Cada vez que Jerzy se santigua lo hace sencillamente, como sólo ciertas personas mayores saben hacerlo todavía, con intención, despacio y apretando. Ha perdido el noventa por ciento de su visión en los últimos años y cuando fija sus ojos, que son de un azul zarco clarísimo, lo hace con gran intensidad. Al verlos da sensación de que su mirada es una mirada muy limpia.

El padre de Jerzy, Stanislaw Radlowski, sobrevivió a Auschwitz. Tras la huida de los alemanes, fue andando desde el campo de concentración hasta su casa, y allí se presentó vestido con el uniforme a rayas de los prisioneros. Nunca quiso contar nada a sus hijos, lo que vivió en Auschwitz se lo guardó para sí mismo. En mi familia ocurrió algo parecido: mi abuelo, que luchó en la Guerra Civil, tampoco quiso contarle nada a sus hijos. Tras la guerra siguió con su vida, conoció a mi abuela, montó una imprenta y se dedicó a sacar adelante a los suyos. Luego, una operación de apendicitis se lo llevó cuando todavía era joven.

Al contrario que su padre, o que mi abuelo, Jerzy siente la necesidad de recordar, de contar la historia de su vida a los demás pues, como dice su hijo Alex, su padre es historia viva. Habla de cuando luchó en la resistencia de Cracovia, de cómo fue enviado a un campo de trabajos forzados y cómo salió de él para volver a luchar, esta vez contra los comunistas. Su manera de relatar los recuerdos no es lineal; salta de una anécdota a otra, y uno se ve forzado a ir recomponiendo el mosaico para darse una idea más o menos cabal de lo que en realidad fue su vida. A veces, sin embargo, a él también le cuesta recordar, porque recordar resulta demasiado doloroso. Pero todo lo cuenta sin apasionarse, pausadamente: las cosas fueron así, y poco más puede decirse de ellas.

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El campo de concentración de Dachau, hoy en día. Foto de Nani Boronat.

III

Lo normal es intentar olvidar, pero muchos supervivientes han tenido la necesidad de recordar y, sobre todo, de que los demás no nos olvidemos de los que allí murieron. Cuando uno visita Dachau se encuentra con un cascarón vacío; con los años se ha ido desinfectando, oreándose de todo mal. Todo se ve demasiado limpio y, si no fuera por las fotografías, las películas y los innumerables documentos, incluso los hornos podrían confundirse con sencillos hornos de pan. Pero al ver que tienen exactamente el mismo aspecto que los de Auschwitz, como si los campos de concentración hubieran sido meras franquicias de una misma empresa macabra, se empieza a atisbar algo del horror que sucedió en un lugar aparentemente tan vulgar. Lo mismo ocurre al entrar en los barracones y percibir el olor de la madera sin barnizar con que están hechos los camastros. Uno se da cuenta de que sólo ese olor bastaría para despertar al instante, con toda su viveza, los recuerdos de cualquier superviviente.

Muchos de ellos han sentido la necesidad de recordar, sí, y también de volver. Así le ocurrió a Johannes Neuhäusler, cuando regresó a Dachau para fundar un convento carmelita en el mismo campo. Rezar es recordar la pasión, y recordar la pasión es lo que hacen también los evangelios, con sencillez, haciendo un simple recuento. Cerca del convento, dentro del recinto, hay una capilla católica polaca, otra evangelista, otra ortodoxa y, junto a todas ellas, la sinagoga.

Lo que antes fue un infierno, la Gehena, es ahora un lugar de peregrinación.

Pedagogía


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Y luego dicen que la enseñanza va mal… Yo, sinceramente, jamás he visto a los alumnos aprender tantas cosas:

El mes pasado Beatriz Talegón twiteó el siguiente video, titulado ‘Un corto recortado’. Vayan al minuto 14, donde los alumnos cantan un alegre rap que resume bien los minutos anteriores.

Es éste un documental ameno, ligero y lleno de vida (sobre todo de vida infantil) que, si bien no está maravillosamente interpretado por los profesores que lo protagonizan, al menos no pretende ofender a nadie, según dice, sino hacernos echar unas risas. Niños que se pelean por un único ordenador portátil, clases que se llenan hasta reventar la puerta en jocoso homenaje a los Hermanos Marx, alumnos que comparten varias veces una misma tira de papel higiénico manchada de caca y otras cosas igualmente desternillantes se desarrollan a lo largo de la trama. Sin embargo no todo es humor en él, puesto que se predicen cosas muy serias. Pudiera decirse que se quiere denunciar una verdad tan clara y evidente que resulta imposible que ofenda a nadie; es más, ya era hora de que por enésima vez nos la descubrieran: con tanto recorte la enseñanza pública se va al garete.

Solo que ahora se introduce una importante novedad: esta vez son los propios niños los que inocentemente piden estas cosas al Gobierno (difícilmente puede creerse que se las estén pidiendo a Rubalcaba, aunque a lo mejor lo están haciendo, porque son niños e inocentes). ¡Señores, deberíamos estar todos rasgándonos las vestiduras al permitir que se les haga semejante daño (léase recortes) a los niños de Teruel! Y, efectivamente, es para rasgarse las vestiduras…

Decía don José Lasso de la Vega, que en algunos lugares de la antigua Grecia existió entre los maestros la tradición de raptar a sus discípulos. De la misma manera, un selecto grupo de profesores turolenses parece haber recuperado esta costumbre apoderándose, supongo que con el consentimiento de los padres, de estos pequeños y afortunados discípulos para derramar sobre ellos el conocimiento de lo que todo el mundo sabe que es bueno (la financiación estatal) y aborrece como malo (los recortes). No me cabe duda de que además lo han hecho con el mismo amor y respeto que sentían los antiguos griegos por sus discípulos. Pero desde luego lo que han demostrado amar por encima de todas las cosas es un tipo de verdad, la suya, que parece justificar cualquier método de enseñanza, incluido el adoctrinamiento ideológico utilizando, forzando, abusando, violentando de semejante manera el pensamiento todavía inocente de unos cuantos pequeños… ¡qué digo unos cuantos, de un colegio entero!

Quizás esta comparación pueda parecer un pelín exagerada… En cualquier caso, quisiera aclarar que yo también me encuentro muy lejos de querer ofender a nadie, y menos aún a este grupo de profesores. Es más, estoy seguro de que ellos saben muy bien lo que están haciendo, pues ya son mayorcitos. Quisiera, eso sí, agradecerles que nos hayan ayudado a enterarnos de una verdad tan evidente.

Enhorabuena.

Tres años sin Rohmer


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Fotograma de El rayo verde (1986), dirigida por Éric Rohmer.

En el documental La direction d’acteur par Jean Renoir, Renoir imparte una clase magistral de interpretación a la actriz Gisèle Braunberger, y acaba siendo una cosa muy diferente de lo que ella esperaba, pues lo que le pide Renoir es, precisamente, que no interprete. «Lea usted como si estuviese recitando la guía de teléfonos», le dice, y la actriz lo intenta una y otra vez, con mucha profesionalidad pero sin conseguirlo. «No interprete», insiste Renoir, y ella lo mira desconcertada, porque eso es lo que se supone que tiene que hacer un actor, interpretar su papel. Finalmente, después de varios intentos, Gisèle Braunberger acaba cediendo, quizás por cansancio, sin importarle tener miedo o no saber qué pensar, y deja de creer que lo que le pide Renoir sea poco digno de una actriz profesional como ella, consiguiendo por fin leer el texto de manera anodina, totalmente impersonal, como si lo que tuviera enfrente fuera, efectivamente, una guía de teléfonos.

Entonces surge el milagro. Después de repetirlo varias veces, el texto se impone, comienza a fluir con toda naturalidad y el espectador, repentinamente, deja de ver a una actriz que interpreta su personaje -que incluso puede llegar a interpretarlo magníficamente- para encontrarse con el personaje mismo. Ahí está, al completo, y ha surgido además a través de ella, de la verdadera Gisèle Braunberger y no de la actriz Braunberger, dejando su impronta de manera espontánea. Creo recordar, aunque hace ya más de quince años que lo vi por la televisión, que ella se emocionó. Pero a lo mejor no, a lo mejor fui yo quien me emocioné, vaya usted a saber.

Se necesita mucho valor para apostar por lo que apostó Renoir, mucha fortaleza, tanta como para querer ser feliz. Apostar por lo más seguro es una de las cobardías más grandes que puede hacer cualquier persona, igual en la vida como en el arte. Renoir lo jugó todo al número más alto y apostó por el milagro. Esta misma fe fue la que tuvo Éric Rohmer, y no sólo en los actores sino también en la propia vida. Rohmer rodó de la misma manera que aquella mujer ‘recitó la guía de teléfonos’, es decir, sin imponerse sobre la obra, desapareciendo. Y el milagro se cumplió igualmente en sus películas. Quizás él no fuera consciente de aquello (¿qué más daba que la apuesta se ganara o no, si lo único que importaba era realizarla?), aunque seguramente sí, sí que lo era, pues se trataba de una persona demasiado honesta e inteligente como para acabar engañándose a sí mismo de una manera tan ingenua, creyendo que aquel acontecimiento era obra suya.

De esa misma fe, la fe en la vida, hablan inevitablemente muchas de sus películas, si no todas, y especialmente El rayo verde, Cuento de invierno o La marquesa de O. No llegar a verlas es como no haber escuchado a Mozart. Aunque tampoco pasa nada por ello, desde luego.

Echo de menos a Éric Rohmer, ya no hay casi nadie como él entre nosotros, nadie con una mirada tan limpia, nadie que sepa ver el mundo y las personas con tanta claridad como él lo hizo. No hay Woody Allen que lo sustituya, por muy genial que sea, ni Clint Eastwood que me lo recuerde, por mucha admiración que le tenga (y, creedme, es casi demasiada). Todos ellos son grandes, desde luego, y seguramente se merecen un lugar importante en la historia del cine. Pero a Rohmer… A Rohmer le corresponde un sitio allí donde esté la vida.

Hiperrealismo


R.ESTES. View of Manhattan from Staten Island Ferry. 2008

De un tiempo a esta parte la pintura figurativa parece ir tomando cada vez más claramente una misma dirección, que es la del hiperrealismo. En estos momentos, sin ir más lejos, el Museo Thyssen tiene una importante exposición que muestra la trayectoria de este estilo desde su nacimiento a principios de los setenta hasta nuestros días.

La pintura hiperrealista tiene algunos pintores realmente buenos, como Richard Estes, pero también una ingente masa de virtuosos bastante pesados, dotados con una prodigiosa capacidad técnica para dejarnos pasmados una y otra vez. Sin embargo, el tema de la pintura hiperrealista no es la realidad en sí misma, sino el hecho de poder parecerse a ella absolutamente, y esta es una distinción muy importante porque significa que en el hiperrealismo, sorprendentemente, no se habla de la realidad sino del cuadro, de lo bien hecho que está.

En el arte occidental, al menos desde el Barroco hasta ahora, la realidad (entendida como ‘naturaleza’) no parece haber sido nunca suficiente. Lo ha sido, por supuesto, de una u otra forma para la mayoría de los grandes pintores, pero a la hora de la verdad y salvo raras excepciones, las diversas estéticas que se han ido sucediendo siempre han buscado alguna excusa para poder desacreditarla. El arte, según Juan de Butrón, era un «remedo de las obras de Dios» que «infinitas veces enmienda a la misma naturaleza»; y para Gracián, “suple de ordinario los descuidos de la naturaleza, perfeccionándola en todo, que sin este socorro del artificio quedara inculta y grosera”. Es decir, que la naturaleza es una realidad que debe domesticarse también con la mirada, arreglándola, volviéndola hermosa, idealmente hermosa. Y así fue hasta la llegada del Romanticismo, cuando los pintores se cansaron de vivir en la Arcadia, pero no de idealizar la realidad, y la convirtieron ahora en paisajes brumosos, rincones misteriosos y, en definitiva, la estilizaron; pero también -y mediante un inevitable fenómeno de idealización inversa que culminaría en el siglo XX- la vieron como una cosa terrible y desagradablemente fea, es decir, inhabitable pero al menos ‘interesante’.

Hoy en día, la realidad se ha convertido finalmente en algo fastidioso, cotidiano, anodino… Nos aburre, no interesa en absoluto. Digamos que necesitamos aderezar nuestras vidas constantemente con un buen chute de adrenalina, porque eso de vivir, en sí mismo, no creemos que tenga nada de extraordinario. En ese proceso de trivialización de la realidad las imágenes que nos rodean, fotografías, televisión, Internet, parecen adquirir una importancia tan relevante como las reales, hilándose unas con otras, urdiendo todas ellas la trama de nuestra experiencia. Esto inevitablemente hace que las imágenes terminen confundiéndose con la realidad y la realidad con la imagen, pero sobre todo que ambas adquieran la misma relevancia, es decir, ninguna. Y es que la vida de hoy ya no es sueño, señoras y señores, sino fotografía.

En este sentido se puede decir que la pintura hiperrealista es estrictamente contemporánea, otra vanguardia más (¡otra más!), pues lo que copia son fotografías, y de qué modo. El espectador, consecuentemente, lo que sale a buscar es la última de las piruetas contemporáneas: el trampantojo perfecto, la ‘copia extrema’ que, si bien no despierta la adrenalina, al menos sí resulta espectacular… ¡Dios mío, los cuadros son tan reales que parecen fotografías!

Lo cual, démonos cuenta, equivaldría a decir algo así como que Los girasoles de Van Gogh están vivos porque se parecen a unas cuantas flores de plástico. Claro que Van Gogh sí que sabía lo que era la realidad, vaya que si lo sabía. Por eso le resultó insoportable -todo antes que aburrida- y la pintó directamente, como pudo, a duras penas… Y precisamente porque la conocía de veras la pintó como le dio la gana, pero nunca de plástico. Para eso ya estaban los demás.

A vueltas con el mal (I)


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La mayoría de las personas tienen una o varias aficiones como, por ejemplo, ir al cine, hacer deporte, aprender artes marciales o construir maquetas. Yo también tengo o he tenido unas cuantas aficiones, y algunas de ellas tienen que ver con la lectura. Son algo así como temas recurrentes que, de alguna manera, van moldeando mis gustos pero que también, aunque de forma muy poco sistemática, me sirven de guía a la hora de comprar un libro o desenterrarlo por fin de alguna estantería de mi biblioteca. Últimamente me dedico entre otras cosas a indagar acerca del mal.

Al mal, como a todas las demás cosas, puede uno aproximarse intelectualmente de muchas maneras. Existe, por ejemplo, una perspectiva filosófica del mal, incluida en lo que unas veces se llama ‘moral’ y otras ‘ética’. De esta perspectiva deriva otra, no menos importante, que es la ideológica. Todas las ideologías tienen como intención principal transformar y perfeccionar de una u otra manera el mundo mediante la acción política y, para ello, necesitan establecer desde un primer momento qué o quienes son los que les dificultan esta tarea; es decir, dónde está el mal y quienes son los malos (a los que ocasionalmente hay que suprimir, a veces de forma simbólica y otras al pie de la letra). Existe también, por supuesto, la perspectiva teológica, de alguna manera ligada a la filosófica (al menos en lo que concierne a tradición occidental). Pero también la perspectiva estética, que no está exenta de un pensamiento profundo, como se ve en la literatura de Sade o de Lautremont, o también en las pinturas negras y los grabados de Goya.
A mí la que me está atrayendo sobre todo es la perspectiva alegórica (y religiosa) que se le ofrece a uno cuando decide fisgonear la etimología de algunas palabras que se relacionan con el mal, fundamentalmente en la Biblia. Desde luego, no soy un experto en la materia, de hecho ni siquiera me considero un aficionado, aunque quizás sí un entusiasta ocasional. Toda la información que busco está al alcance de cualquiera; en esto, como en otras muchas cosas, Internet es una herramienta maravillosa.

Comenzaré con la palabra ‘mal’, que viene del latín ‘malum’ y cuyo significado es el mismo que el nuestro, lo malo. Éste viene a su vez del griego ‘melas’ (μέλας) que significa negro, oscuro, y del que, por ejemplo, derivan otras palabras como ‘melanina’, y es posible que también ‘melena’, aunque esto último sea mucho más discutible (según el diccionario de la RAE, viene del árabe mulay yinah,’ amortiguadora’).
Así pues, lo que nos ha llegado como la palabra ‘mal’ es lo oscuro, lo tenebroso y lúgubre. Para los griegos, sin embargo, el mal era llamado ‘to kakon’ (τό κακόν) y parece ser que tenía que ver con la imperfección y la fealdad. Si bien no parece haber derivado en ninguna palabra española que tenga que ver directamente con el mal, su esencia sí que ha perdurado, y la fealdad o la imperfección han sido muchas veces tomadas tanto en la literatura como en la tradición popular como sinónimo de maldad. De forma análoga, un alma fea o imperfecta es también un alma malvada.
En Grecia, al malvado se le llamaba ‘ kakós’ (κακός), y este fue el nombre que la mitología asignó al hijo de Hefesto, el cual destacó por su crueldad así como por la afición que tenía de robarle el ganado a sus paisanos. Kakós fue llamado Cacus en latín, y en español Caco, que desde entonces se relacionó con ‘ladrón’.
Otra palabra que tiene que ver con ‘kakon’ es cacofonía (κακοφωνία) la cual significa disonante, es decir, sonido imperfecto, un mal sonido. De esto mismo, de componer cacofonías, acusó Stalin a Sostakovich tras escuchar Lady Macbeth de Mensk… Parece ser que no le gustó demasiado la obra.

En la foto: ‘Hércules y Caco’, de Hendrick Goltzius.

Nasciturus, nascituri (y IV): Religión y convicción


Civil Rights Marchers with "I Am A Man" Signs

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En las anteriores entradas he intentado aclarar que no existe ningún criterio científico ni jurídico para definir al ser humano. Es más, no hace falta darle muchas vueltas al asunto para darse cuenta de que en realidad no existe ningún criterio, sea el que sea, para poder hacerlo. Podemos decir que la condición humana es un valor que Dios le concede al hombre o que el hombre se concede a sí mismo, estableciendo así su propio criterio moral. Que cada uno elija a su gusto pues, para lo que nos interesa en este caso, se trata del mismo valor: aquel sin el cual los derechos humanos dejan de tener sentido. Así pues, no tenemos más remedio que apañarnos e intentar estar a la altura de las circunstancias, decidiendo por nuestra cuenta lo que es humano y lo que no, pero sobre todo procurando acertar, pues en ello nos va nada menos que nuestra humanidad.

Sobre este asunto Arcadi Espada asegura que cuando la ciencia no llega a ninguna conclusión todo se reduce a una cuestión de creencias. Desde luego, desde cierto punto de vista, todo es una cuestión de creencias, pero siempre y cuando estemos dispuestos a aceptar que eso de tomar la ciencia como la medida de todas las cosas es también otra creencia. Sin embargo, aún decidiendo aceptar esto -que vale tanto o tan poco como decir que ‘todo argumento es una opinión’-, lo que no se puede hacer es suponer que todas las creencias son iguales. En el caso de Arcadi Espada, por ejemplo, parece ser que la creencia en la ciencia destaca sobre todas las demás. Pero lo mismo podríamos decir de cualquier otra postura, siempre y cuando se tengan razones para defenderla.

Eso de que las creencias, por el simple hecho de serlo, tengan que ser irracionales es la más irracional de todas las creencias. Pues, de hecho, ellas fundamentan nuestros razonamientos, los cuales deben partir siempre de alguna premisa indemostrable. Por otro lado, no se puede decir que creer en Dios sea lo mismo que creer en los derechos humanos pues, entre otras cosas, la gente no suele arrodillarse a rezarle a los derechos humanos, por mucho que algunos estén dispuestos a defenderlos incluso con su vida. Es decir, que una cosa es la religión y otra las convicciones, religiosas o no. Pero ni siquiera la religión es un asunto irracional, pues un mandamiento como ‘no matarás’ o ‘no robarás’ no es ni irracional ni arbitrario, mientras que otro como matarás al judío o despreciarás al pijo de Serrano (por poner un ejemplo menos trágico) sí que lo es, además de inmoral, y sólo puede ser el origen de pensamientos absurdos.

Así pues, no todas las convicciones son iguales. Por eso, cuando a Arcadi Espada le parecen (¿o denuncia?) equivalentes la ‘creencias’ de Rouco Varela y Bibiana Aído -porque en el fondo, según parece, no son más que eso, creencias-, está haciendo un juicio muy poco acertado. Pues, si bien es cierto que ambos parten de posiciones diferentes, de lo que aquí se trata en realidad es de la necesidad de tomar una decisión respecto a qué significa eso de ser humano. Y esta decisión debe argumentarse a partir de una convicción que sí se supone común a ambas partes: la de que es mejor tener derechos humanos a no tenerlos, incluido el derecho a la vida. Efectivamente, los derechos humanos no son más que otra convicción fundamental, otra ‘creencia’ de la que, que yo sepa, la ciencia no ha podido dar un sólo argumento a favor o en contra. Ni falta que hace.

Si Rouco dijera que el estado no debe tolerar el aborto porque la religión lo prohibe y Bibiana asegurara que sí debe tolerarlo porque la ciencia lo permite, estaríamos efectivamente ante dos creencias dogmáticas. Sin embargo, tanto el uno como la otra deben ser conscientes de que ni están hablando sólo para los católicos ni tampoco para los ‘creyentes de la ciencia’, así que no les queda más remedio que argumentar su postura. Y, según cómo sean sus argumentos, así serán de creíbles sus convicciones.

En cuanto a mí respecta, he llegado a la convicción de que eso de considerar que un feto de catorce semanas no sea humano, además de ser un juicio totalmente arbitrario, en vez de ayudar daña. Y, por extensión, estoy convencido de que utilizar semejante premisa para justificar la ley del aborto significa, en definitiva, escudarse en argumentos ideológicos que sólo podrán compartir aquellos que ‘crean’ con fe ciega en la liberación sexual de la mujer o en el progreso por encima de todas las cosas.

Primero porque, si se hace por prudencia (dado que la ciencia no ha dado ‘todavía’ con una respuesta definitiva), ¿qué mayor prudencia que la de aceptar la condición humana desde el mismo momento de la concepción? Así seguro que siempre se acierta y se hace un bien mayor.

Segundo porque, al decidir que un ser no puede ser humano hasta que se haya desarrollado ‘lo suficiente’, el mismo concepto de humanidad deja de ser un hecho absoluto, abriéndose la posibilidad de poder medir el grado de humanidad en las personas. ¿Cuál es entonces el criterio de humanidad? ¿La viabilidad del feto? Si es así, todo aquel que dependa de una medicina para seguir viviendo pierde cierta humanidad. ¿Será entonces un criterio efectivo el que el feto haya desarrollado por fin su cerebro o un sistema nervioso en un momento determinado de la gestación? Concedamos esto y todo aquél que tenga alguna lesión cerebral o sea parapléjico se volverá menos humano. Y así podríamos seguir con un largo etcétera de ‘razones’ que, por lo general, nos llevarían a la siguiente conclusión: si la humanidad sólo se adquiere por el simple hecho de desarrollarse, forzosamente la tendremos que perder al envejecer y deteriorarnos.

Todo esto es absurdo. O la humanidad es un concepto absoluto o deja de tener sentido. Pero si es absoluto, lo lógico es que también lo sea en el tiempo, a lo largo de toda la biografía del hombre, es decir, desde el momento mismo de su concepción. Al llamarnos humanos no estamos haciendo cualquier cosa, pues nombrar significa dotar a lo nombrado de un valor determinado. Así, al hacerlo nos estamos concediendo el valor más grande de todos pero, si no lo hacemos de manera adecuada, también nos lo estaremos negando. Por lo tanto, si no admitimos que un feto sea humano en sus primeras semanas de gestación, no sólo deshumanizamos al feto sino que también nos deshumanizamos a nosotros mismos. Tal es el peligro de relativizar la humanidad.