Son llamativas las notables diferencias entre dos búsquedas de imágenes en Google que son lo mismo, que significan lo mismo. La búsqueda «national pride» nos trae niños sonriendo, grandes banderas en espectáculos, celebraciones, dibujos animados, felicidad, fiesta, sonrisas. La búsqueda en castellano, «orgullo nacional«, ofrece resultados entre argentinos y españoles, relacionados con el fútbol, la violencia, los ultras y una iconografía oscura y fascista.
No sé si esto es el resultado de tantos años lanzándonos odios a la cabeza, pero sí parece que el concepto de orgullo nacional que tienen los americanos, por ejemplo, dista mucho de la imagen que se tiene de lo patrio en España. Felipe González solía referirse a su país como «este país», y fue Aznar el que, sin complejos, gobernó y llamó a España por su nombre. Zapatero lo hizo después, a pesar de que la fobia a la bandera continuó en la rama catalana de su partido hasta el punto de que la desilusión, la ausencia de oxígeno y la falta de representación, condujeron a algunos intelectuales a promover la fundación de un partido que se llamaría Ciudadanos. Como símbolos, para destacar lo que nos unía, y en contraposición al nacionalismo, encontraron la bandera de España y la Ley.
La izquierda ha acusado con frecuencia a los populares de pretender adueñarse de la bandera cuando, en realidad, fueron ellos quienes la regalaron doblada. Entre los éxitos deportivos y el paso del tiempo se curaron ciertos complejos y eso de la bandera volvió a unir. Y así ha sucedido, poco a poco, hasta llegar a Pedro Sánchez, que se expone con una bandera gigante, algo impensable para los socialistas de los ochenta. De él se ríe Pablo Iglesias, que tiene por bandera la de la Segunda República y por ley un proyecto constituyente.
En nuestro concepto de orgullo nacional hay cierta carga de odio desde la barrera, una superioridad moral de quien se siente por encima. De quien identifica ese orgullo con las imágenes de Google españolas. Hasta que esa bandera enarbola lo que le gusta, una lectura posmoderna.
Nunca pensé que me iba a molar ver una bandera española en una mani. Han resignificado completamente algo tan rancio pic.twitter.com/wDCqvhlkWN
Hay una linea difusa que transforma un inocuo orgullo nacional en peligroso, y se cruza siempre que ese orgullo es invocado. Nubla la razón. También la de quien interpreta el orgullo los demás.
La votación del Proyecto de Ley Orgánica por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Juan Carlos I de Borbón obtuvo 19 votos negativos. De ellos,
Los siguientes señoras y señores diputados, al emitir su voto negativo, dijeron:
La señora García Álvarez: Por más democracia, voto no. El señor Garzón Espinosa: Por más democracia, voto no. La señora Jordà i Roura: Por una república catalana, no. El señor Lara Moya: Por más democracia, voto no. El señor Llamazares Trigo: Por más democracia y por la república, voto no. La señora López i Chamosa: Sí, que se jubile. El señorNuet Pujals: Por más democracia, no. La señora Ortiz Castellví: Por más democracia y derecho a decidir, voto no. El señor Sixto Iglesias: Por más democracia y por la república, voto no. El señor Tardà i Coma: Por la república catalana, voto no. El señor Yuste Cabello: Por más democracia y el derecho a decidir, voto no. El señor Bosch i Pascual: República catalana, o sea, no. El señor Centella Gómez: Por más democracia, mi voto es no. El señor Coscubiela Conesa: Por más democracia y derecho a decidir, voto no. La señora De las Heras Ladera: Por más democracia, voto no.
López i Chamosa no rompió la disciplina del Partido Socialista, pero dejó constar su conciencia para una residencia de ancianos. Por lo demás, el problema entre república y monarquía no está en si una es mejor que la otra; sino en los motivos políticos, que hacen morales, los que suman cuñas al voto.
(No es un artículo enteramente mío. No, al menos, en lo intelectual. La segunda parte, desde los pueblos, es un resumen de una conversación que mantuve con Clonclon hace un par de noches. Él insiste, y yo coincido, en lo poco que se comenta lo obvio).
El nacionalismo catalán, como todo nacionalismo, mantiene una violenta lucha contra la realidad. Cada mañana, un despertador interrumpe su dulce arcadia con un ensordecedor zumbido y lo pone en pie de protesta y lamento, que es su estado bipolar natural. Si el nacionalismo fuera un personaje, sería como el escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick quien, a pesar de que llegó a cuestionar su salud mental y su percepción de las cosas, aseguraba que «la realidad es aquello que, aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece».
Si la realidad golpea el hígado de las pasiones nacionalistas, allí donde el Camp Nou grita «independencia», se les advierte sobre su propia liga. Pero su arcadia les dicta acuerdos con la LFP. En el peor de los casos, podrían jugar en la Liga francesa, aseguran, como si los clubes franceses fueran a estar entusiasmados con la idea de que un equipo extranjero se llevara siempre una plaza de Champions con la de millones de euros que hay en juego. Mientras el nacionalismo sueña acuerdos, la realidad lleva al Barça a vagar por los campos de Reus y Olot.
Si la bofetada la envían por micro y carta desde Bruselas y les confirman una y otra vez que quedarían fuera de la Unión, los dirigentes nacionalistas lo ponen en duda. Esto es como ir a casa del tipo del Escatérgoris, no llevar Coca-Cola, y decirle que el juego es tuyo.
Si la bofetada se la dan los mercados, sacan balanzas fiscales, deudas históricas, aportaciones excesivas a las arcas del Estado, el expolio y ‘Espanya ens roba’. Y estalla así el episodio bipolar, la querencia cuando se trata de Europa y la pérfida España de puertas para adentro. Una víctima para perdurar su mensaje desde el poder y el país hermano mayor para cruzar, de la manita, los obstáculos para entrar por la puerta grande de las instituciones mundiales.
Sobre los pueblos, sólo tengo preguntas: ¿Quiénes son el pueblo catalán? ¿Los que han nacido allí? ¿Los que han nacido y viven allí? ¿Los empadronados allí? ¿Los que viven y trabajan allí aunque no hayan nacido en Cataluña, como decía Jordi Pujol? En ese caso, ¿puedo empadronarme mañana y votar el destino de mi pueblo, el catalán? Si uno ha nacido en Alpedrete pero sus padres son de Vilanova i la Geltrú, ¿es catalán? ¿Lo es Duran i Lleida, que nació en un pueblecito de Huesca? ¿Si alguien nació en Cataluña pero vive fuera, no es catalán? ¿Es catalán el de Mataró que no habla catalán y tiene una madre portuguesa? ¿Y si su madre es francesa con ascendente piscis? ¿Quién decide quién es catalán y quién no lo es? Todo esto es muy importante para saber quién puede votar y quién no en el referéndum que no se va a celebrar.
Hablemos un poco de sentimientos. Cada uno puede sentirse lo que quiera. Un señor de Soria puede sentirse coreano si lo desea muy fuerte. Y puede dejar de ser español: que reniegue de la nacionalidad y se saque la que le dejen. Y puede dejar de vivir en España: que haga las maletas y se pire. Total, estamos en retirada. Por tanto, supongo que puedo sentir que el Penedés también es mío. ¿Puedo decidir sobre lo que siento que es mío, igual que un nacionalista reivindica decidir sobre lo que siente como propio?
Llegados aquí, sólo nos queda lo más básico, lo que nadie dice, sobre lo que nadie discute o peor, sobre lo que se les ha concedido sin plantar la más evidente de las batallas, donde se han librado todas las guerras de la Historia: el terruño. Todo lo demás, todo lo escrito hasta ahora, es totalmente secundario. Porque el problema no está en que un nacionalista no quiera ser español: está en que al dejar de serlo, quiere llevarse una parte de España con él. Él sentirá que esa tierra le pertenece, pero yo puedo sentir lo mismo. Él pensará que se la arrebataron a sus antepasados, y yo que me la quiere arrebatar él. Él dirá que la Historia le da la razón, yo le diré que me la da a mí. Él, que me han engañado; yo, que vive de un deseo. ¿Por qué no podría decidir yo sobre el Delta del Ebro exactamente igual que él? ¿Quién decide y con qué criterio que sus sentimientos valen más que los míos?
En contra de lo que pueda parecer, estoy totalmente a favor de un estado catalán, pero en otra parte. Lo sé, la idea no convence a nadie. La creación de un Estado es un devenir histórico forjado durante siglos y no se puede romper porque unos señores que ahora mismo viven o han nacido en Cataluña pero dentro de cien años no estarán y que hace cien tampoco estaban, decidan que se acabe. Un Estado es un tema demasiado serio y complejo. El problema catalán es algo que ya trató con claridad y suficiencia José Ortega y Gasset en 1932:
Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles.
Nos queda, pues, la convivencia. No hay, además, político español con posibilidades de gobernar o suficientemente enajenado o las dos cosas, capaz de proponer un referéndum para que una parte de los españoles decidan sobre toda España. Porque no nos engañemos: la secesión no es una decisión sobre una parte de un territorio, sino sobre su conjunto. Por eso, a Clonclon le gustaría ver a un Rajoy más bravo con este tema. Por ejemplo, que hubiera respondido la carta que le envió Artur Mas con un sobre con un mapa mudo de los ríos de España y un ejemplar de la Constitución. Fin de la cita.
Para un número creciente de personas, la comida en los cubos de basura ayuda a fin de mes. Estas tácticas de supervivencia son cada vez más comunes en España, donde la tasa de desempleo es superior al 50 por ciento entre los jóvenes y cada vez son más las familias con todos sus miembros en paro. Imagen de Samuel Aranda / New York Times.
Jot Down Magazinepublica hoy una entrevista de Ramón Lobo a Santiago Lyon, vicepresidente y director de fotografía de Associated Press. La pregunta, sobre los niños hambrientos en África:
En el11-S no hubo imágenes de muertos, solo las de algunas personas tirándose al vacío en los primeros momentos. Eso criterios no se aplican con África, el hambre y los niños con moscas. ¿Por qué?
Creo que tiene que ver con los gustos de los editores, qué tipo de fotografía prefieren publicar basándose en su experiencia a lo largo de muchos años y el conocimiento de sus comunidades. También está la idea de que el muerto lejano es más anónimo. Si se está muriendo un hombre, una mujer o un niño en África, eso muestra lo horrible que es la vida allí y hay que enseñarlo porque es dramático. Pero cuando esas cosas ocurren en casa son una aberración. Algunos dirían que esto es un doble rasero, que se debería ver el mundo de la misma forma sucedan las cosas en casa o fuera de casa. Otros dirían que es lógico que sea así porque uno tiene sus costumbres y lo que es normal en un país no lo es en otro.
En efecto, el muerto anónimo. Y la distancia, sea geográfica o cultural. El periodista establece una comparación entre una excepción como el 11S y algo más frecuente de lo deseable, pero vale para el objetivo final, preguntar por qué unos muertos se enseñan y otros no. La pregunta es reveladora, también, para señalar lo fundamental: en Occidente nadie muere de hambre.
A Lyon le falta dar la vuelta a la situación: Un español sabe bien que en su país nadie muere de hambre. Pasea por sus calles y conoce, más o menos, el día a día de sus problemas. Un muerto de hambre, en Madrid, sería excepcional. Ese muerto en la Gran Vía llevaría a su familia al paredón del pueblo, incluido el de Twitter. En África, sin embargo, asumimos la imagen como el que peca por gula.
Por eso enfadó tanto, hace un año, el reportaje que publicó el New York Times llamado ‘In Spain, Austerity and Hunger‘. Que España no es África, oiga.
«¿Once goles a mí? Ni de broma». El oráculo que pronunció esas palabras en 1983 se llama Bonello y era el portero de la selección de Malta. Y acertó, porque fueron doce. «Nunca lo pensé», murmuró cabizbajo antes de coger el avión de vuelta.
España necesitaba ganar por once goles de diferencia para clasificarse para la Eurocopa del año siguiente después de que Holanda, pocos días antes y líder del grupo, hubiera colocado una manita en el fondo de las mallas maltesas. Poco recuerdo del ambiente entre los amigos del colegio. Pero sí recuerdo que pensaba que era algo posible, pues Malta era un equipo de amateurs. El portero, sin ir más lejos, trabajaba en una empresa textil. Aún así, Alfredo Relaño, en su artículo de El País del mismo día del partido, cerraba con cierta desesperanza su semblanza sobre el guardameta: «Demasiado bueno para encajar 11 goles». Algunos jugadores holandeses se reunieron para ver el partido en lo que presumían que sería una gran fiesta para ellos. Ignorantes ellos, no sabían que la Historia se repite, y ahí estaban, los tercios españoles, para librar una penúltima batalla. La última, la de 2010, ha servido para confirmar, por si a alguien le cabía alguna duda, que Holanda es al fútbol lo que Poulidor al Tour de Francia.
El partido comenzó mal. Señor falló un penalti antes de que Santillana hiciera su hat-trick -que entonces se llamaba marcar tres goles- en la primera parte. Pero por el camino, se coló impredecible un balón que rebotó en Maceda y nada pudo hacer el debutante Buyo para detenerlo. Fue la única vez que vi a Paco en todo el partido. Se llegó al descanso con un raquítico 3-1 que, en realidad, era como un 2-0, como si hubiéramos marcado un gol cada 22 minutos. A partir de ese momento, había que anotar uno cada cinco.
Miguel Muñoz, conservador en la primera parte con tres defensas y cuatro delanteros, ordenó a Maceda, central de toda la vida, que se sumara como quinto arriba. Rincón comenzó fulgurante la segunda parte e hizo el cuarto. La selección tardó diez minutos más en doblegar física y psicológicamente a los malteses, con el quinto, en el minuto 57. La mano cayó como un bofetón. Y comenzó el recital. Faltaba media hora y había que marcar siete goles. Fueron cayendo uno tras otro, con cada llegada, con cada córner, con cada balón al área. Mi histeria aumentaba y, con cada tanto, corría por el salón, saltaba y me dejaba caer de rodillas, junto a mi hermano, abrazados, como si lo hubiéramos marcado alguno de nosotros. Los goles se sucedían con tal rapidez que a veces, antes de volver a la televisión, ya habían marcado el siguiente. Las celebraciones alcanzaron rango de liturgia. En el minuto 80, Manu Sarabia hizo el 11-1. La furia española, que es como se llamaba a la selección antes de ser roja, era ya imparable.
Cuatro minutos más tarde, un mal despeje al borde del área deja un balón muerto a los pies de Señor que, según le llega, patea y coloca en la esquina inferior derecha del desriñonado Bonello el pasaporte a París. Y el grito de júbilo, quebrado, de José Ángel de la Casa, que está en los anales de la historia de las narraciones deportivas, tan solo igualado por el posterior «Iniesta de mi vida» de Camacho quien, por cierto, fue el capitán de aquella memorable noche de diciembre.
Hubo tiempo para un gol más, del correcaminos Gordillo,pero el árbitro lo anuló por un fuera de juego inexistente. Al final del partido, la exaltación de la histeria, las lágrimas sobre el campo. La desolación holandesa. No digamos el pobre Bonello, culo en césped. Después de haber gritado doce veces gol como un niño maldito y poseído, yo ya no sabía qué más sacar de mi boca, así que me asomé a la terraza, y después de exclamar hacia dentro varias veces con los dientes apretados, solté todo mi aire con un «¡Viva España!» o algo parecido, que era muy franquista, pero yo no lo sabía. De haber sido más mayor y socialista, habría gritado «¡Viva este país!», que era lo que se estilaba en aquella época atroz, porque solamente atroz puede ser una época en la que las hombreras estaban de moda.
La calle era una jauría de cláxones. Débiles, claro, del tipo Seat 127 o Simca 1000. A ver quién me metía a mí en la cama con ese subidón de adrenalina. Mi madre, que por algo es madre, se dio cuenta de que lo que yo necesitaba era una tila. Suficiente tenían mis padres con aguantarme de día como para tener que aguantarme también esa noche.
Me la bebí poco a poco. Quemaba. Las madres siempre lo sirven todo muy caliente, es una verdad universal y lo sabe todo el que ha tenido madre alguna vez. Pero es que era recordar el glorioso zapatazo de Señor, y se me pasaban los efectos. Entonces mi padre tuvo una idea genial para que conciliara el sueño. Hacía poco que había comprado un VHS, de esos grandotes, de los de me pones aquí y ni me muevas, de los de peso un quintal. Sacó la cinta en la que habíamos grabado el partido -porque sí, yo tenía fe en la gloría de aquella noche- y que durante muchos años tuvimos guardada pensando que llegaría el día en el que esa cinta valdría algo. Y así habría sido si algún imbécil no hubiera inventado Internet. Como decía, sacó la cinta. Dos meses antes, había probado por primera vez el LP del vídeo, que doblaba la duración de la cinta a costa de la calidad. «Total, para lo que hay que ver», dijo ya por entonces. «Ven hijo, ven», prosiguió entre cariñoso y perverso, «siéntate en el sofá». Obedecí confuso. No lo vi venir. Si tan solo hubiera tenido a Gollum como referencia. Dio al play.
-¡No te pongas chula!, ¿vale? ¡No te pongas chula cuando el pueblo viene a tu puto portal a ponerte una puta pegatina! ¡Menos aires de chulería!
-¡Hay libertad, hay libertad!
-¡Libertad para los trabajadores! ¡Explotadores, es lo que sois!
-¡Qué libertad ni qué pollas! ¡Cobarde, eres un cobarde, un repeinao,un pijo y un ridículo!
El pueblo, esa mayoría de las plazas. Ese 99% del 15M. Un chaval se erige en voz del pueblo. Es su trabajo y su dogma. Es su explicación del mundo. El chaval se erige en César de ese pueblo, que habla por su boca y tú, tú te callas, puta. Licencias verbales del pueblo soberano.
El nini habla así porque le arropa el pueblo, que llegará poco a poco con banderas de CCOO y la UGT hasta extinguirlo entre la masa. La única y verdadera información que recibe la propietaria es que, si no llega a estar la policía allí, las cosas habrían sido muy distintas. Y no para bien.
Los sindicatos son cómplices de la violencia de unos piquetes que vulneran la ley de forma sistemática e impune. Estos son los únicos que permiten la ley en su artículo 6.6:
Los trabajadores en huelga podrán efectuar publicidad de la misma, en forma pacífica, y llevar a efecto recogida de fondos sin coacción alguna.
La base legal de los piquetes se argumenta bajo el derecho a la libertad de reunión y de asociación pacífica. Pero ya hemos comprobado, huelga tras huelga, que la ley no funciona. Y es que no hay calabozos suficientes en España para meter a tanto pueblo.
Algo hay que hacer con los piquetes. Su función informativa no va con estos tiempos. Hoy en día, todo el mundo sabe qué día hay huelga, por qué, quién la convoca, los motivos, y hasta los servicios mínimos. Si un ciudadano decide trabajar el día de huelga general, no es tolerable que jaurías alimentadas por el odio de una lucha de clases trasnochada impongan su rabia. No hay derecho que un piquete abolle a patadas el coche de un padre que lleva al colegio a sus hijos. No hay derecho a que se quemen contenedores, que se corten carreteras, calles y autopistas. No hay derecho a que se revienten escaparates. No hay derecho a que se amenace e intimide a los consumidores. No hay derecho a que los comerciantes, por ganarse la vida, tengan que ser héroes.
Los sindicatos, con palmadita sindical en la espalda, amparan la coacción y la vulneración de la ley porque, según ellos, hay muchísimos trabajadores que acuden a su puesto bajo amenaza de despido. No aportan datos. Sin embargo, en el barómetro del CIS de abril, tras la huelga del 29M, tan solo el 4,9% afirmó que «quiso hacer huelga pero no pudo hacerla».
Ese 4,9% no es necesariamente coactivo. Es decir, aquí entran todos los que quisieron hacer huelga pero no pudieron por motivos económicos; porque no tenían dónde dejar a los niños; porque, en efecto, fueron coaccionados, etc. Por tanto, el porcentaje de los que no pudieron hacer huelga por imposición «patronal», son menos.
Poco después, la pregunta 33d va dirigida exclusivamente a los que respondieron que «quisieron ir a trabajar y no pudieron» y a los que «fueron a trabajar». El «miedo al despido» lo dan como motivo tan solo el 6,5%.
Esto indica que la coacción, en efecto, existe. Pero de ahí a que sea un comportamiento mayoritario dista una patraña sindical para justificar la violencia indiscriminada de sus piquetes porque, según ellos, quien empieza saltándose la ley y ejerciendo «la violencia», es el «patrono» con amenazas de despidos.
Ha sido una semana de lo más entretenida. Comenzó con los resultados de las elecciones vascas y gallegas que mostraron, por encima de todo, que el PSOE sigue incapaz de remontar su caída y todo a punta a que en Cataluña seguirá el mismo camino.
Los políticos, lejos de percatarse, siguen sin ver que son los payasos del circo. Diría que la carta enviada por cuatro vanguardistas del pensamiento a la vicepresidenta de la Comisión Europea mostrando su
alta preocupación por una serie de amenazas sobre el uso de la fuerza militar contra la población catalana
es una insólita estupidez si no fuera porque dos de estas luces de nuestros días ya denunciaron ante la CE un pisotón de Pepe sobre Messi en un Madrid-Barça alegando que
si Pepe se queda sin sanción, su pisotón a Messi será percibido como una acción neutra para la sociedad
como bien recuerda el siempre atento Santiago González en su blog. Queda en simple y llana estupidez. Menos mal que están los europarlamentarios para indicarnos cómo debemos percibir todo lo que nuestro escaso intelecto es incapaz de comprender.
Como todo el mundo sabe, en Madrid despertamos cada día pensando en cómo humillar a Cataluña. Ha llegado un momento en que los nacionalistas, ávidos y experimentados en ultrajes (supongo que madrugadores también), tienen ocurrencias mucho más divertidas que los mesetarios, víctimas del clima seco. Nos viene bastante bien porque, para qué engañarnos, nos permite dedicarnos cada mañana a lo que realmente nos dedicamos y a mí, en lo personal, nunca se me ocurre nada si antes no tomo un café. Así que, estos cuatro absurdos con cargo y sueldo de casi 10.000 euros al mes enlazaron las declaraciones de dos militares pasados ya de jubilación, otras (manipuladas) de Vidal-Quadras, algún comentario centralista indeterminado y un vuelo rasante de cuatro cazas y, haciendo gala de la lucidez que otorga estar siempre alerta, fabricaron un cesto con esos mimbres y pergeñaron la carta con una sintaxis más digna de un político que de… Ah, vaya. Carlos Herrera entrevistó a Raúl Romeva, uno de los payasos abajofirmantes aspirante a domador: no tiene desperdicio.
De verdad que permitiría un poco de corrupción política si no tocara soportar tanta estupidez.
Y si seguimos con estupideces y entrevistas, seguimos en Cataluña, que es donde más tonterías por metro cuadrado se van a decir en las próximas semanas. Artur Mas lleva delantera al resto de políticos, pero solo porque se deja ver más que el resto. Josep Cuní lo entrevistó en su programa «8 al dia» y, en esa labor tan típica del entrevistador, que es la de usar la primera persona del plural cuando el objetivo es común, le permitió, sin sonrojo, frases como ésta (min. 32:20):
(…) nosotros somos una democracia más joven, como España, que la que puede representar el Reino Unido. Cataluña no, por cierto, porque Cataluña tuvo la primera democracia de Europa; el primer parlamento incipiente de Europa es el catalán. No se llamaba parlamento, se llamaban las Cortes Catalanas, pero estoy hablando de la Edad Media. Llevamos nuestra tradición democrática, la llevamos en nuestro ADN colectivo.
Paso palabra sobre la metáfora del ADN colectivo. No hace falta argumentar si las Cortes Catalanas fueron o no las primeras, pero relacionar esas cortes con la democracia (y encima la primera de Europa -que es como decir del mundo-, pues no olvidemos que América no «existía») dice mucho del sentido del ridículo del aspirante. Con esa luz que le ciega desde el 11S, también dijo que el gobierno catalán haría una consulta popular bien siguiendo la legislación española, bien la catalana (tiene intención de que el Parlamento catalán apruebe una «ley de consultas»), bien la europea… Seguramente, si elige la legislación Siria le sea más fácil. Ah no, que allí silencian al que se opone al régimen.
El PP, que no sabe cómo comunicar y, como Mas, tampoco tiene sentido del ridículo, ha lanzado dos vídeos grotescos en los que sus dirigentes, con alma cándida y sonrisa pastel, exploran su amor a Cataluña. Señores del PP, a ver si se enteran de una vez: si a mí, que no les desprecio, me parecen unos vídeos más falsos que el sprint de Ben Johnson, imagínense a los nacionalistas (y muchos no nacionalistas) que, hagan lo que hagan y digan lo que digan, les aborrecen profundamente porque ustedes son la representación política del enemigo.
La parida identitaria ha continuado en Ibiza, donde andan cabreados porque los políticos mallorquines quieren cambiar el nombre al podenco ibicenco de toda la vida por el de podenco balear. Qué manía tienen los políticos con cambiarlo todo de nombre. Si estas son el tipo de cosas que hacen para justificar sus sueldos, casi mejor que se callen.
Cambiando de tercio, y como todo el mundo sabe, la izquierda la ha tomado con un hombre rico. ¡Novedad, novedad! Amancio Ortega ha tenido la feliz idea de donar 20 millones de euros a Cáritas y han ido a por su cuello. ¿Por qué? Pues porque, como bien decía Vichyncatalan en Twitter,
Claro que, la izquierda, a la caridad del estado la llama justicia social. Si la hubiera donado a Greenpeace… Supongo que, por eso, Lucía Etxebarría, que una vez escribió un libro, ha despotricado a gusto contra Amancio Ortega (creo que el más de un millón de personas atendidas por Cáritas en 2011 no dirán lo mismo). Seguro que no se habrá leído este gran artículo del blog Desde el Exilio que muestra cómo Geenpeace recibe financiación de los Rockefeller.
Por último, Paula Vázquez ha demostrado que rubia de bote, lo que se dice de bote, no es. Se le ocurrió colgar un parte con su teléfono y su dirección. Las redes sociales se incendiaron. Aunque no tardó en eliminarla, se extendió por las pantallas y, cómo no, la broma. Llamadas y mensajes de Whatsapp. Desesperada, como venganza -no muy bien pensada, la verdad-, publicó pantallazos de su teléfono con lo que recibía. Probablemente eso alentó más la juerga. Ha tenido que cambiar de número. Es una pena, porque yo pensaba llamar cuando el acecho hubiera menguado.
Menos mal que, más calmada, tiró de su sentido del humor y zanjó el cachondeo con su versión favorita de «Call me maybe».