Un tipo que merece la pena admirar


eMID9GCwPoco después de que Juanan, a quien todos llamaban Dick, tomara «A Grandeira», Pedro Ampudia escribió:

He bajado con él a comprar risketos al chino y he sufrido con él sus “cierres de mes”. Con Dick y con otros, a los que como a él considero mis amigos por encima de definiciones que convendría revisar más pronto que tarde.

Internet ha traído peculiares amistades que, para nuestros hijos, serán tan normales como un colega del colegio, pero que a nosotros, o al menos a no pocos, chirrían por el entorno. Los medios han cambiado y la forma de establecerlas se han adaptado. Con los años, terminamos saludando cada día a desconocidos que dejan de serlo y poco a poco sabemos menos de nuestros amigos.

Por eso, un día como hoy, no es extraño sentir una profunda tristeza por alguien que nunca viste pero que saludabas cada mañana. Pérez-Cepeda dominaba la ironía como nadie y era un gran intolerante con la estulticia. ¡Qué gran virtud! Educado como pocos, siempre tenía una palabra amable, una frase genial, una salida aguda. Pocos son capaces de despertar tanto cariño en tantas personas. Como decía él, por lo visto nació y, desde entonces no ha dejado de dar vueltas. Hasta hoy, que ha parado.

Era un hombre que trascendía Twitter. Hace poco más de dos años, una amiga me dijo que lo conocía de la radio, por Carlos Herrera y el patrón González.

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El mundo es hoy peor. Se ha ido un tipo que merece la pena admirar. Pero ahí estaremos sus amigos para recordarlo. Porque lo queremos. Porque lo necesitamos. Sus tuits nos muestran que grandes frases para la historia también las han pronunciado grandes hombres anónimos. Gracias Javier, y descansa en paz.

Hasta la tercera canción


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Cuando era pequeño, algunos sábados acompañaba a mi padre a la tienda de Callao. Después de pasar un rato en la oficina, de bajar al obrador y ganarme un pastelito por ser un niño, íbamos a Escridiscos, justo al lado, en la calle Navas de Tolosa. Escridiscos es la pequeña tienda de discos donde comencé recopilar mi colección de LP. Acudía allí con mi lista, un trozo de papel donde añadía títulos y artistas a una velocidad mucho mayor que los tachaba. Los dueños me cogieron cariño y, con el tiempo, me gusta pensar que también tenían cierta intriga por ver la evolución de mis gustos, como el orgulloso profesor que observa el progreso de sus alumnos.

Las colecciones de discos se hacen a base de golpes ciegos. No tienen una coherencia compacta, como sí la tiene un álbum. Quizás su única lógica sea cronológica. Los años pulen y purgan criterios. Una colección de música es terriblemente anárquica. Uno puede tener la discografía completa de Led Zeppelin, pero no nace con el gusto por esa banda, sino que llega hasta Led Zeppelin. Por el camino se queda casi todo. Uno no escucha ‘Smells like teen spirit’ y sufre una mutación musical: se está preparado, en cierto modo, para algo como Nirvana.

Yo entraba feliz en Escridiscos, saludaba, y me iba directo a buscar lo que quería. Nunca lo pedía. Para mí, era un reto, como demostrar que sabía lo que quería. Rebuscaba con mi lista garabateada, cogía un par de discos y me iba a la caja. Si eran buenos, la propietaria asentía y me los cobraba. Pero a veces no: «Esa mierda no te la llevas», aseveraba cariñosa, «llévate esto otro». Y me vendía un LP de unos tipos que no había escuchado en mi vida, pero que bien podrían ser Fleetwood Mac o Prefab Sprout.

En el verano de 1985 estaba ya de vacaciones y, como no podía ir con mi padre, le pedí dos discos como regalo de fin de curso. Afortunadamente no recuerdo cuáles, así me ahorro la vergüenza de nombrarlos. Regresó con dos distintos. «Lo siento hijo», me dijo, «no me los han querido vender y me han dado estos». Alargó la mano y me dio el que era el primer álbum de un tal Sting, y uno azul clarito, con una guitarra plateada, de una banda llamada Dire Straits.

Coloqué en el tocadiscos el de Sting y comenzó a sonar ‘If you love somebody set them free’ y, quizás también, ‘Love is seventh wave’, pero no llegó a ‘Russians’. Lo quité. Luego puse el de Dire Straits. Comenzó ‘So far away’, y ni tan mal. Pero luego sonó esa intro tan larga como extraña para mis doce años de ‘Money for nothing’ hasta que estalló el riff de guitarra. Hoy me parece tan sencillo y espectacular como eficiente, pero entonces, no tanto. Y también lo quité. No llegó a sonar ‘Walk of life’. «Igual hay que devolverlos, papá», dije con cierta tristeza. Al fin y al cabo, era como quedarme sin regalo. Guardaron el sueño de los justos lo que quedó de verano mientras envenené mis oídos con Modern Talking.

Al comienzo del nuevo curso mis padres me mandaron a Irlanda en la que ha sido, probablemente, la decisión más acertada de su vida. Me quedé a vivir con una familia en un pequeño pueblo al sur de Dublín, llamado Greystones. Para mí, los que allí vivían fueron ‘English’ durante un mes porque no sabía decir ‘Irish’. Un día, llegué a casa después de jugar un partido de fútbol. Comenté que habíamos ganado a los ‘English’ por 6-3 y, no sé si hastiada por el insulto o por la contundente derrota, la señora de la casa me fulminó con la mirada y me obligó a repetir ‘Irish’ hasta que lo aprendí.

Empecé a escuchar mucho la radio y a ver el famoso ‘Top of the Pops’, y resulta que el ‘Russians’ del señor Sting y el ‘Walk of life’ de Dire Straits sonaban a todas horas. Y, aunque no me parecen lo mejor de cada LP, me encantaron. Esperé ansioso al día de la semana que hablaba con mis padres tan solo para exclamarles que ni se les ocurriera devolverlos. Y así, desde entonces, antes de decidir nada, escucho siempre hasta la tercera canción.

Entrevista en Gestiona Radio


El pasado domingo acudí a  Gestiona Radio invitado por  María Villardón. En su programa Edición Limitada, estuvimos hablando de los blogs que escribo, tanto éste como Retales Sueltos, periodismo y Mourinho. Aquí está la entrevista.

El día que el papa me robó dos chicas


papa-francisco-i-1-640x640x80Francisco ha llegado como llegan todos los argentinos: robando las chicas. Esto es así. Una verdad global, científica e inmutable a pesar del paso del tiempo. Si el argentino esquía, porque esquía; si hace surf, porque hace surf; si dice ‘che’, porque dice ‘che’; si baila tango, porque baila tango; y si es papa, porque es papa. Siempre ganan. Los saben en Buenos Aires y en Roma, y como lo saben en Roma, lo han nombrado papa. Repito: esto es así. Para colmo, ese apellido que deja en desuso, Bergoglio, que delata su ascendencia italiana. Qué sangre tan peligrosa debe de correr por sus venas. No me extraña que hasta los cardenales hayan querido hacerle papa. Con tal de besar su mano, lo que haga falta. ¿Y esa verbigracia, eh?

Sabéis que el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma y parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo al fin del mundo, pero ya estamos aquí.

«Boludos», seguro que pensó en añadir al final de su frase. En plan guasa. Se contendría. Pero vayamos al enorme disgusto que me ha causado el nombramiento de este nuevo papa.

Ayer por la noche había quedado yo, por fin, después de mucha piedra picada, con dos mujeres. Dos. No una, que está como muy visto; ni tres, que me han contado que es inabarcable. Dos. Y no dos cualquiera, pues de ‘cualquieras’ están llenos los bares. Dos bellezas al cubo, de las que deberían tener un seguro a todo riesgo para pisar las aceras. Iba a ir yo, pintón, con esas dos cinceladas perfecciones a cada lado, presumiendo por la noche de Madrid, abriéndonos paso entre la muchedumbre. Vamos, me río yo de Moisés y el Mar Rojo. Ya fantaseaba con la estampa de nuestros pasos quebrando cuellos por la gélida Gran Vía, dislocando mandíbulas y ejecutando envidias. Vamos, que una mirada hacia atrás después de caminar 200 metros, la firmaría Picasso.

Había dedicado yo veintisiete segundos a elegir mi mejor camisa. Había dado lustre, esplendor y hasta prestigio a esos zapatos que sólo me he puesto en el bautizo de ese hijo que no tengo y que, si algún día llega, espero que no me dé el susto de aparecer con la mili hecha. La ropa interior, impecable, con el elástico bien prieto. Los calcetines, seminuevos, entre 5.000 y 10.000 kms. máximo, sin tomates vergonzantes. Me metí en la ducha y me froté bien los sobacos. Incluso me lavé el pelo. ¡Me peiné! Arranqué las garras de los pies, y recorte esos salientes de los dedos de las manos que siempre he usado para tocar el flamenco que nunca aprendí. Retoqué esos pelillos de la nariz que, de pequeño, siempre me parecieron enormes percebes en la prominencia de José Luis, un viejo amigo de mi padre. Tuve, incluso, el detalle minimalista de los bastoncillos para las orejas. Quedé yo tan aseado, que si me colocan en una estantería del Carrefour, paso por toallitas higiénicas.

¿Y qué falló? Pues que ‘Habemus papam’. Fumata blanca. Que hay Franciscus. Vamos, que hay noticia de última hora y mis amigas son periodistas. ¿Y qué? Os preguntaréis. Pues que además de periodistas, tienen trabajo. ¿Y qué? Insistiréis. ¡Pues que resulta que trabajan en lo suyo! ¿Se puede tener tanta mala suerte en tan poco tiempo? ¿Alguien puede hacerme el favor de calcular la probabilidad que hay de que un papa renuncie a su cargo por primera vez en 598 años y el sucesor sea elegido en la misma tarde que quedo con dos mujeres que son periodistas, tienen trabajo y encima de lo suyo? ¡Si es que sólo podía ser argentino!

Sufijos de la edad


Llevo varios meses pensando en por qué eso de las crisis de los cuarenta. Me toca muy de cerca, y he llegado a la conclusión de que es culpa de los sufijos. Cuando uno es menor de edad, por no tener, no tiene ni derecho a sufijo. Es un asunto coherente, pues tampoco tiene obligaciones. A uno lo llaman, como mucho y no siempre, adolescente. A algunos, esta fase vital les dura más allá de la treintena, pero no lo voy a tratar aquí, más que nada, ante el justificable pánico de descubrir, en la conclusión, que pueda seguir anclado en el acné.

La vida de verdad, esa con la que se supone que debemos hacer algo, útil si es posible, comienza cuando se es veinteañero. El sufijo -ero viene del latín -arius y significa ‘pertenencia a’. Esa pertenencia que buscamos ya en esa ridícula edad que es la adolescencia y que cristalizamos, más mal que bien, en esta época dorada de la inmortalidad. Es la edad en la que decidimos estudiar algo a lo que no nos vamos a dedicar. La edad en la que uno se siente importante, cree que sabe mucho, que se va a comer el mundo, ¡qué coño, que puede cambiarlo!

Luego nos convertimos en treintañeros. El nombre impone como la ola de Lo imposible, pero es en realidad un paso absurdo y menor. No es más que la continuidad del ridículo que hemos hecho en la década anterior. Ese ridículo cristaliza en el altar. Es la edad de los matrimonios en cascada. Llegan los hijos como camadas. Hacia el final de la década, te encuentras padre de tres, tu pelo en declive, con un trabajo de mierda, pero con una mujer que te quiere. Porque los matrimonios de los treintañeros, se quieren.

La ruptura psicológica llega a los cuarenta. Por algo lo llaman crisis. El motivo es el sufijo. El puto sufijo. No pasas a cuarentañero, eso no existe, joder. Ahora eres cuarentón. Ese -on aumentativo y peyorativo. Ese sufijo que suena a despojo. El mismo cuarentón que siempre has odiado a tus 22 porque pensabas que nunca te llegaría la hora. ¿Pues sabes qué? Te jodes, porque está aquí, y ha venido para quedarse. Comienza la cuesta abajo, y de esto no te salva ni Chuck Norris. Y en el intento de evasión, en ese intento por seguir perteneciendo a algo que no sea tu mujer, comienza el desastre.

Sin darte cuenta, comenzaste a traicionarte a los 35 y ya no eres ni la sombra de tus peores días. Te has convertido en un achaque de ti mismo. Hace tiempo que dejaste de escuchar Nirvana para cargar el CD del coche con canciones de El Rey León. No has dejado de ir al cine, pero has cambiado a Spielberg por Disney, el jamón por los potitos, los goles por Bob Esponja. Tu deportivo por un monovolumen. Tus barbacoas por parques de bolas. Tus cañas por biberones. Sigues de padre de tres y, si eres muy desgraciado, incluso de cuatro. Tu pelo, como un nazi en Stalingrado. Con un trabajo no tan mierda pero con una mujer que ya no te quiere. Es la década de los divorcios, porque eso es lo que hacen los cuarentones: acodarse en el último bar que encuentran abierto. Intentar robar años a la vida a la desesperada, como un balón colgado al área. Y se encuentran en las barras, de nuevo, renegando del hombre del espejo. Vuelven a la noche para ‘pertenecer’, pero su rostro delata el sufijo, y acaban marginados en esos bares de carcas con motos en la puerta. El cuarentón es la crisis con su moto como símbolo de su imaginaria libertad. El daño que ha hecho Easy Driver en el cerebro masculino es del todo irreparable.

Uno, que cumple 40 en un día como hoy, se ha inmunizado contra el divorcio más por torpeza que por habilidad. Pero sigo escribiendo la vida entre cuatro paredes. Y por no tener, no tengo ni crisis. Me quedo con lo poco que me queda, que no es más que lo mucho que he tenido. Así que me voy de copas. Apúntate. Es mi cumpleaños y voy a celebrarlo. Pero no te traigas tus penas, que soy un cuarentón y suficiente tengo con lo mío.

Debate sobre el estado de la emoción


Santillana«¿Once goles a mí? Ni de broma». El oráculo que pronunció esas palabras en 1983 se llama Bonello y era el portero de la selección de Malta. Y acertó, porque fueron doce. «Nunca lo pensé», murmuró cabizbajo antes de coger el avión de vuelta.

España necesitaba ganar por once goles de diferencia para clasificarse para la Eurocopa del año siguiente después de que Holanda, pocos días antes y líder del grupo, hubiera colocado una manita en el fondo de las mallas maltesas. Poco recuerdo del ambiente entre los amigos del colegio. Pero sí recuerdo que pensaba que era algo posible, pues Malta era un equipo de amateurs. El portero, sin ir más lejos, trabajaba en una empresa textil. Aún así, Alfredo Relaño, en su artículo de El País del mismo día del partido, cerraba con cierta desesperanza su semblanza sobre el guardameta: «Demasiado bueno para encajar 11 goles». Algunos jugadores holandeses se reunieron para ver el partido en lo que presumían que sería una gran fiesta para ellos. Ignorantes ellos, no sabían que la Historia se repite, y ahí estaban, los tercios españoles, para librar una penúltima batalla. La última, la de 2010, ha servido para confirmar, por si a alguien le cabía alguna duda, que Holanda es al fútbol lo que Poulidor al Tour de Francia.

marca_portada_malta_ESEl partido comenzó mal. Señor falló un penalti antes de que Santillana hiciera su hat-trick -que entonces se llamaba marcar tres goles- en la primera parte. Pero por el camino, se coló impredecible un balón que rebotó en Maceda y nada pudo hacer el debutante Buyo para detenerlo. Fue la única vez que vi a Paco en todo el partido. Se llegó al descanso con un raquítico 3-1 que, en realidad, era como un 2-0, como si hubiéramos marcado un gol cada 22 minutos. A partir de ese momento, había que anotar uno cada cinco.

Miguel Muñoz, conservador en la primera parte con tres defensas y cuatro delanteros, ordenó a Maceda, central de toda la vida, que se sumara como quinto arriba. Rincón comenzó fulgurante la segunda parte e hizo el cuarto. La selección tardó diez minutos más en doblegar física y psicológicamente a los malteses, con el quinto, en el minuto 57. La mano cayó como un bofetón. Y comenzó el recital. Faltaba media hora y había que marcar siete goles. Fueron cayendo uno tras otro, con cada llegada, con cada córner, con cada balón al área. Mi histeria aumentaba y, con cada tanto, corría por el salón, saltaba y me dejaba caer de rodillas, junto a mi hermano, abrazados, como si lo hubiéramos marcado alguno de nosotros. Los goles se sucedían con tal rapidez que a veces, antes de volver a la televisión, ya habían marcado el siguiente. Las celebraciones alcanzaron rango de liturgia. En el minuto 80, Manu Sarabia hizo el 11-1. La furia española, que es como se llamaba a la selección antes de ser roja, era ya imparable.

Cuatro minutos más tarde, un mal despeje al borde del área deja un balón muerto a los pies de Señor que, según le llega, patea y coloca en la esquina inferior derecha del desriñonado Bonello el pasaporte a París. Y el grito de júbilo, quebrado, de José Ángel de la Casa, que está en los anales de la historia de las narraciones deportivas, tan solo igualado por el posterior «Iniesta de mi vida» de Camacho quien, por cierto, fue el capitán de aquella memorable noche de diciembre.

Hubo tiempo para un gol más, del correcaminos Gordillo, pero el árbitro lo anuló por un fuera de juego inexistente. Al final del partido, la exaltación de la histeria, las lágrimas sobre el campo. La desolación holandesa. No digamos el pobre Bonello, culo en césped. Después de haber gritado doce veces gol como un niño maldito y poseído, yo ya no sabía qué más sacar de mi boca, así que me asomé a la terraza, y después de exclamar hacia dentro varias veces con los dientes apretados, solté todo mi aire con un «¡Viva España!» o algo parecido, que era muy franquista, pero yo no lo sabía. De haber sido más mayor y socialista, habría gritado «¡Viva este país!», que era lo que se estilaba en aquella época atroz, porque solamente atroz puede ser una época en la que las hombreras estaban de moda.

La calle era una jauría de cláxones. Débiles, claro, del tipo Seat 127 o Simca 1000. A ver quién me metía a mí en la cama con ese subidón de adrenalina. Mi madre, que por algo es madre, se dio cuenta de que lo que yo necesitaba era una tila. Suficiente tenían mis padres con aguantarme de día como para tener que aguantarme también esa noche.

Me la bebí poco a poco. Quemaba. Las madres siempre lo sirven todo muy caliente, es una verdad universal y lo sabe todo el que ha tenido madre alguna vez. Pero es que era recordar el glorioso zapatazo de Señor, y se me pasaban los efectos. Entonces mi padre tuvo una idea genial para que conciliara el sueño. Hacía poco que había comprado un VHS, de esos grandotes, de los de me pones aquí y ni me muevas, de los de peso un quintal. Sacó la cinta en la que habíamos grabado el partido -porque sí, yo tenía fe en la gloría de aquella noche- y que durante muchos años tuvimos guardada pensando que llegaría el día en el que esa cinta valdría algo. Y así habría sido si algún imbécil no hubiera inventado Internet. Como decía, sacó la cinta. Dos meses antes, había probado por primera vez el LP del vídeo, que doblaba la duración de la cinta a costa de la calidad. «Total, para lo que hay que ver», dijo ya por entonces. «Ven hijo, ven», prosiguió entre cariñoso y perverso, «siéntate en el sofá». Obedecí confuso. No lo vi venir. Si tan solo hubiera tenido a Gollum como referencia. Dio al play.

Y comenzó el Debate sobre el Estado de la Nación.

Que el fin del mundo te pille bailando


Que el fin del mundo te pille bailandoNo sé tú. Pero yo he quedado hoy prontito para unas cañitas tempraneras, un aperitivo posterior, una comida por los viejos tiempos y, luego ya, si se tercia, a bailar. No voy a quedarme en casa, rostro en ventanal, preguntándome qué es esa enorme bola de fuego que se acerca hacia mí. Si esto se tiene que acabar, si hasta aquí hemos llegado, no me va a pillar de plegarias. Y si en vez de eso, resulta ser un cambio de conciencia colectiva, que me pille bailando.

Tengo pareja de baile y todo. Se llama Rubia. No es que no tenga nombre cristiano, que lo tiene. Ni que yo quiera preservar su anonimato, que me da igual. Es que es anónima para mí, porque me dio su teléfono, pero he olvidado su nombre.

Me ocurre con bastante frecuencia. Nunca pierdo un número porque siempre lo apunto en el teléfono, va directo a la nube, se guarda en el ordenador y, por si acaso, se hace una copia de seguridad. Vamos, que ni en Langley. Pero se me olvida el nombre de quien me lo da. Y así no hay manera de hacer carrera decente de mí.

Pero bueno, que os contaba lo de Rubia. La conocí en una noche de gintonics, lagunas y recuerdos resbaladizos. Yo había quedado con Susana, que llevó a unas amigas; y yo, a un par de machos alfa, que es de lo poco indecente que queda en mi vida. Estas cosas siempre acaban mal: empezaron a volar números de teléfono que aquello parecía una centralita de Telefónica. Los números de los demás, digo, porque el mío, como si no existiera; a mí, ni caso, como si hubiera sacado en algún momento un Alcatel verde apestoso modelo analógico Siglo XX y hubiera gritado «¡voy a mandar un SMS!».

En fin, que me pierdo. Fuimos al Berlín Cabaret, y allí estaban Rubia y su amiga Morena. Un colega quería ligar con esta última, así que yo le dije, evidentemente crecido por la embriaguez, como si el reciente episodio de los teléfonos no hubiera lesionado mi ego, «esto, te lo soluciono yo». Y procedí a por Rubia. Después de un muy breve intercambio de estupideces, me preguntó «¿Te gusta mi amiga?». Me quedé tan pillado que, muy serio, respondí: «No. Me gustas tú». Así, en el careto. Plas. Sin anestesia. Tenía un baile, la chica. Mi colega aprovechó la entradilla y tonteó diez segundos con Morena, suficiente para perderle el rastro y no volver a verlo en toda la noche.

Así que ahí me quedé, Rubia en mano. La tanteé tan perdido como un broker comprando acciones, totalmente incapaz de llegar a conclusiones válidas sobre su interés en mí, como un analista de mercados. Pero algo atrevido debí hacer porque miró hacia el suelo, luego hacia mí y guardó un momento de silencio. Se acercó a mi oído y me dijo: «Verás, es que a mí me gusta lo mismo que a ti», y alzó la vista por encima de mi hombro, arqueando las cejas.

Me giré y allí estaba, espléndida, en el piso de arriba, la minifalda de la go-gó. Miré a Rubia, que asintió como diciendo «sí, hijo, sí». Así que, sin amigos, solo y derrotado, pregunté: «¿Bailamos?».

Anna Piñol Casanovas


Arañaba el frío los abrigos de enero cuando, en la Cervecería Alemana de la Plaza de Santa Ana, Jordi colgó su teléfono y dijo: «viene mi prima». Ese fue el primer momento que supe de ti. Nos habíamos reunido un grupo de amigos de Berklee para tomar algo. Yo daba la espalda a la puerta del bar y reconozco que se me pasó por la cabeza la única pregunta que ronda a cualquier tío que está a punto de conocer a una chica: «¿estará buena?». Ya entonces había aprendido a callarme esa muestra de irresponsable curiosidad y mucho más con lazos familiares de por medio, pues siempre hay algún insensato más imberbe o simplemente más incauto que hace la pregunta. A esto había que añadir que la respuesta de Jordi carecía de rigor alguno, pues ya sabes que a él, sin pareja, siempre le han gustado todas las mujeres.

Así que esperé el momento de tu llegada, como he dicho, de espaldas a la puerta, pues para chulo madrileño, ya sabes que yo. Pero como estoy bien educado -no como aquel señorito de Burgos al que tienes muchísimo cariño pero que te pareció un perfecto gilipollas el día que lo conociste («tranquila», te dije yo, «les pasa a todas, pero es buen chico»)- me giré cuando entraste por la puerta. Llevabas esos vaqueros azul oscuro que parecían haber pactado con el diablo. Cruzaste el umbral con esa alegre sonrisa y un paso como de Judy Garland por su camino amarillo. ¿O era de oro? No sé, de eso sabes tú mucho más que yo. Me hice un poco el remolón al darte dos besos para ser el último en hacerlo, pues lo habitual al saludar a un grupo es quedarse unos segundos allí donde se terminan las presentaciones. Entonces comienzan los segundos del amarre, a medio camino entra la desorientación y la ubicación. Ahí se decide todo, y yo te amarré a mi derecha cediéndote mi banqueta. Aquella noche me enteré de que eras forofa culé y tú, de que yo era el vigente campeón de Europa. A partir de aquí, qué te voy a contar que no sepas de todo el tiempo que estuviste en Madrid.

Aprendí muchas cosas de ti. Por ejemplo, aprendí a cogerte los mofletes con bastante eficacia. Los juntaba con una sola mano y tus cejas se arqueaban como un resorte. Se te quedaba una cara muy graciosa, con una pequeña boquita de pez que hacía ruidos… pues eso, de pez. Yo, sin soltar, te hacía preguntas tontas y tú respondías tonterías. Qué fácil es describir la felicidad.

Por cierto, ahora que lo pienso, no creo que puedas haber aprendido de mí mucho más que una enorme sarta de palabras estúpidas: claramont, malvivims, estoy fuer, brian… ¡Qué memez! (Que sepas que las sigo usando). Pero menos la belleza, todo se pega (soy la prueba irrefutable de ello) y, en uno de los mails que tengo tuyos incluyes «prometid», «brian», «fuer», «por ciert» y «copichuels» en un solo párrafo.

Esa banda de amigos míos, que lo fueron tuyos a los diez minutos de conocerte (menos, insisto, el señorito de Burgos, que tardó exactamente doce) te picaban constantemente para que les invitaras a Barcelona. Tú siempre te habías ofrecido, pero ellos hacían como que se olvidaban y tú volvías a invitar. Son de un victimismo enfermizo. Un día decidiste resolutamente dejarlo negro sobre blanco, porque ya sabes que a esta gente, tan de leyes, solo les vale el documento escrito. Así que mandaste el siguiente mail:

"Hola a todos!!
Después de haber sido acusada injustamente en varias ocasiones por los miembros más impresentables de este grupeto de NO invitaros a Barcelona o a Roses, voy a hacer una invitación formal para el próximo puente de diciembre, concretamente del 4 al 8. Así pues, queda dicho. A todos los que no vayáis a esquiar os invito a mi casa. Sé que a este grupo le cuesta mucho decidirse y es muy, pero que MUY lento en contestar, pero en este caso os aliento a que decidáis pronto puesto que los billetes de avión, cuanto antes se cojan, más pasta se ahorra. Suponiendo que vengáis en avión, lo cual os recomiendo. Así pues, Armands, Charlie y compañía... ya no tenéis excusa. Espero vuestras respuestas. Un besito para todos. Anna."

Y tan lentos, pequeña: el viaje se hizo en junio. Eso sí, los billetes, regalados. Quique, Tatiana, Riki y Marta vinieron con nosotros a Barcelona. ¿No fueron esos días cuando estuvimos en Terra Mítica? Marta tenía alergia a los gatos y, vaya, tú tenías uno. Así, mientras Quique nos demostraba sus patrióticas habilidades al piano tocando el himno de España y tú sollozabas de risa y rogabas por que Taita no entrara en ese momento por la puerta, casi se nos ahoga Marta en tu sofá. Tranquilamente. Tiesa, callada… e inflándose. Cuando nos dimos cuenta balbuceó: «es que no quería molestar». ¡Pero chiquilla!

Un buen día, radiante, me dijiste que me tenías que dar una buena noticia y otra mala: «la buena», dijiste, «¡es que tengo un papel en un capítulo de El Comisario!»… «y la mala es que tengo que besar a un tío». «Pero es muy feo, de verdad, ¡es muy feo y no me gusta nada!», proseguiste como intentando amortiguar el golpe. Durante la grabación, Antonio Mercero pasó por allí y dijo sobre ti al resto del reparto: «vosotros quedaos con esta cara, que dentro de poco miraréis arriba y veréis su nombre en letreros luminosos». No fue así porque tú siempre has sido muy capaz de dar el coñazo por cualquiera excepto por beneficio propio. Y en el cine, la brasa es tan importante como en las barbacoas.

El capítulo se emitió un día de noviembre y lo vimos en el sofá de esa casa en la que vivías en Donoso Cortés. En los créditos aparecías con el apellido de tu madre. Desde el primer minuto, no paró de sonar tu teléfono. En una de las primeras escenas llegó el beso y, en efecto, el tipo era muy feo. No me extraña que dejaras el mundo de las bambalinas. Debió de ser una escena muy dura de interpretar que, debo decir, siempre llevaste con mucha dignidad. Y yo también, qué coño, ¡que te vieron más de cuatro millones de personas!

¿Recuerdas el viaje a Miami y Nueva York por la boda de Alberto? Se casaba con Diana. Nunca he podido entender cómo es posible que Diana y tú, ella con su escaso español y tú con tu parco inglés, pudierais estar horas solas, a vuestra bola y sin necesidad siquiera de intérpretes. Después, cada navidad en Madrid, a Diana siempre le hacía muchísima ilusión volverte a ver y siempre ha dicho que eras su favorita. Pero vuelvo a Nueva York. Quisiste ver «El Rey León» a toda costa, y recuerdo que compré la entrada desde una cabina de teléfono cercana a Wall Street. Apenas quedaban tres sitios libres totalmente desperdigados y aún así, te empeñaste en ir. Al terminar la función, recuerdo tu salida levitada del teatro, iluminada. Las luces de Broadway se agazaparon hasta el blanco y negro durante unos segundos. Tu cara y tu sonrisa reflejaban mucho más que cualquier palabra que acertabas a articular.

El día de la boda nos metieron en un autobús y nos llevaron hasta una pedazo de mansión en Nueva Jersey que resultó ser el antiguo «speakeasy» de Lucky Luciano. Qué calor, vaya forma de sudar y qué bochorno: hasta los garitos de los peores mafiosos de la historia han decaído en bodas y bautizos. Ya en Miami, nos reunimos con Guillermo y Julie, que habían viajado desde Los Ángeles para vernos. Al día siguiente bajamos hacia Key West, y allí estuvimos en casa de Hemingway y en el Sloppy Joe’s Bar, garito que su hígado cerraba a cuatro patas ocho días a la semana. Cuando salía de allí, si salía, miraba al cielo, si podía, y se guiaba hasta su casa por la luz del faro que había al otro lado de su calle. Según parece, no siempre lo lograba. En el camino de vuelta a Miami, cumpliste uno de tus sueños, que era nadar con delfines. Sé que fue uno de los momentos más felices de tu vida, aunque siento que nos dieran una charla previa sobre animales marinos que apenas pude traducir, porque mi inglés siempre ha sido más de corcheas, y nunca he sabido traducir cetáceo.

Y hablando de animales de compañía, a Armands no lo veo mucho, aunque últimamente hemos coincidido en más de una ocasión. Está hecho un amo de casa que espanta. A todo el mundo le extrañaba que vivierais juntos, ¿recuerdas? Álvaro siempre decía que yo había hecho una jugada maestra, pues haberte colocado a Armands era mi forma de librarme de vivir en pareja. Qué bobo es. Decía que aquella jugada era lo más grande que había visto nunca. Pero Álvaro dice mucho eso de «lo más grande que he visto nunca» y se lo aplica a cualquier cosa sin criterio lógico alguno. Y además, ¡qué se puede esperar de un tío que se va a casar con Patricia doce años después de haber empezado la relación! ¡Por Dios, que la comenzó en el siglo XX!

Y por supuesto, nunca olvidaré mi treinta cumpleaños. Estuviste seis meses, ¡seis!, preparándome una fiesta sorpresa que sabías que yo no había tenido nunca. Con la inestimable colaboración de Armands y otros truhanes, estuvisteis buscando un local y cruzando mails sin parar. Yo pensaba que estaba rodeado de gente que me quería y resulté ser el ciego y sordo en la Taberna de los Conspiradores. Pero como en toda obra folletinesca, hay intrigas palaciegas, las palomas mensajeras se extravían, las paredes hablan, o los mails llegan donde no deben. Cuatro días antes de la fiesta, un correo alcanzó mi bandeja de entrada. Un email dirigido a varios amigos que inocentemente abrí. Y me encontré el plan al desnudo, un contubernio que venía a decir: «Y la fiesta sorpresa de Antuan de este sábado, ¿alguien sabe a qué hora es?». No tardaron en sonar las alarmas desde Gondor hasta La Comarca, pasando por la de tu teléfono, y te presentaste en mi casa con la esperanza de que no hubiera leído nada. Mientras me cagaba en el árbol genealógico del emisor, marqué el correo como no leído y cerré el Outlook. Entraste a toda prisa, abrí de nuevo el correo y, según arrancaba, me fui al baño. Allí te dejé con Bill Gates para que deshicieras el entuerto. Ya por la tarde, desolado, llamé a Iván, el barbudo de Sevilla, y le conté el inesperado encontronazo con mi destino inmediato. «A tu amigo hay que colgarlo» es lo más suave que le escuché.

Y llegó el día de la fiesta. Cerca de la medianoche salimos de casa. En serio, Anna, me llevaste al quinto coño, reconócelo. Tuvimos que atravesar un camino de tierra tenebroso del que no me habría extrañado en absoluto que nos asaltaran zombies desde las cunetas.

Aparcamos y nos acercamos a la puerta. Me pareció ver un escenario desde fuera, pero apenas tuve tiempo de pensar en lo que ello suponía. Se abrió la puerta y la sorpresa… en fin, ni tuve palabras entonces (solo una gran boca abierta y manos a la cabeza), ni las tengo ahora para explicar la emoción de ver a tantísimos amigos juntos. Nunca, ni en la mayor de mis ilusiones de fiesta sorpresa, podría haber imaginado una reunión tan emocionante. Estaban todos, absolutamente todos mis amigos de Madrid. Y de fuera también. A la izquierda, empinando el codo como mandan los cánones (especialmente los suyos), estaba Iván, esa oreja a la que le había contado mi desafortunado hallazgo y que llevaba meses invitado. Recuerdo también a Ivó y Álvaro, que habían venido desde Barcelona, y un montón de amigos que hacía mucho tiempo que no veía y que tú, Anna, reuniste en el mejor cumpleaños de mi vida. Había un escenario donde, cómo no, esa gente de Berklee subía y bajaba amenizando con música en directo la fiesta. ¿Recuerdas que Iria se puso a tocar la batería? Y Álvaro, todo mosqueado, no paraba de decirle, «pero tú, pero tú, a quién conoces para tocar así la batería, ¿eh, eh?». Y ella pasaba de él claro. Eso no ha cambiado. Por supuesto, también estaba Jordi, que si fuera andaluz, se habría arrancao por soleares, pero como no lo es, se cantó su «Purple Rain». Tu fiesta fue absolutamente espectacular y tan inolvidable como inigualable. Mi regalo de cumpleaños fue mi primera cámara digital y gracias a ella tengo un montón de fotos contigo que me ayudan a recordar los inolvidables momentos que pasamos juntos.

Perdona, creo que me he enrollado un poco. Yo te escribía para darte la enhorabuena por tu bebé. Ya sé que se llama Guim, ese nombre que tanto te ha gustado siempre, y que tiene los ojos azules. He preguntado a Jordi si se parece a ti, pero no domina el arte del reconocimiento facial en bebés. Ya le he dicho que tu cabezonería seguro que la hereda. Y bueno, que no me extiendo más. Da recuerdos a tu familia, diles que los quiero mucho a todos, y espero conocer pronto a tu hijo y escucharte de nuevo, pequeña gran carcajada.

Ah, solo una cosa más. Varios amigos que sabían que te iba a escribir me han pedido un hueco para decirte unas palabras y, como el papel en Internet es gratis, pues yo les dejo. No sé por qué, a algunos les ha dado por escribir en pasado.

Están locos estos mesetarios.

Un beso muy fuerte.

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«Me acuerdo cuando Anna nos imitaba a los niños para el anuncio de Huggies… es como si la estuviera ahora mismo escuchando. Era una mujer especial, llena de alegría, era siempre una gozada compartir tiempo con ella. Divertida llena de cariño y ternura, Anna era una chica diferente, era maravillosa. Siento muchísimo su pérdida, y te mando mi más sincero y cariñoso abrazo, en estos momentos no creo que haya palabras suficientes para poder ayudarte con el dolor que debes estar sufriendo. Te acompaño en el sentimiento de la forma más sincera, desde el fondo del corazón».

(Marta Landín)

«Te vas sin dejar de iluminar cada rincón en el que estuviste, con cada sonrisa, con cada soplo de aire fresco que inundaba cualquier sitio donde estuvieses. Hay personas que te alegran el día sólo con estar, con cruzarse de vez en cuando en tu camino. Te vas pero todo eso se queda con nosotros. Te vas dejándonos un regalo, el regalo más grande, el regalo de la vida.

Donde estés seguirás repartiendo todas esas cosas buenas. Por aquí nos quedan todas las que nos diste. Gracias Anna. Un beso».

(Tuti, Marta y Samuel)

«Para mí Anna era una persona especialmente alegre y cariñosa. Durante su epoca madrileña jamas le vi un gesto desagradable. Y mira que días malos tenemos todos. Tenía una sonrisa permanente y transmitía mucha tranquilidad y energía positiva cuando hablabas con ella. Siempre de buen humor y haciendo reir. Añoraba mucho a su familia y a su tierra, a la cual no dudaba en invitarte cada vez que hablabas de un posible viaje. Seguro que hubiera sido una anfitriona maravillosa. Derrochaba generosidad. Por aquel entonces era la pareja de mi mejor amigo, Antonio. Y a pesar de que aquella relación terminó, siempre pensé que había sido una persona muy especial en aquella relación y que influyó muy positivamente en mi amigo. Era muy buena persona, una chica estupenda. Espero que allá donde esté le llegue este mensaje. Mi más sincero pésame a la familia».

(Ana Castellón)

¡Que carcajada más contagiosa, que energía y tan positiva! Para mí es lo que representa y siempre representará Anna, risas y energía.  Su voz con su acento… le preguntaba cómo hacía los doblajes y ella imitaba una voz de niño o niña genial! Me acuerdo perfectamente cuando salió en «El Comisario» y en un anuncio que creo que era de una compañía de seguros y llamarla al reconocerla. Catalana, muy familiar y cule hasta la médula! Todavía recuerdo la enganchada con un amigo de Carlos en Cubas que era súper madridista! Me encantaba como decía Charlie Pecs y usaba constantemente el malvivims. Cuando contaba esa leyenda de ella y Antuan cruzando la calle… Fueron unos años geniales y aunque hacía mucho q no la veía, tengo muchos y buenos recuerdos. No quiero ni pensar como lo deben estar pasando sus padres, su hermana, su familia, su marido y amigos. Mi más sincero pésame a toda la familia y amigos. Un beso y abrazo muy fuerte.

(Patricia Carnicero)

Recuerdo a Anna como una persona alegre, optimista, vital en definitiva. Aspecto que con igual fuerza transmitía a todo aquel que se le acercaba. Durante el tiempo que pude conocerla, nunca tuvo un mal gesto, cosa que me sorprendía enormemente puesto que en mi caso, debo decir que “tengo malos días  y se me notan”. Me quedo con varios momentos. Cuando me la presentó Antonio, mi amigo, como “mi chica”. El día que Patri (mi marido) y yo decidimos mudarnos a Palma de Mallorca y ella se esforzó aún sin conocernos demasiado, en buscar un lugar para la despedida, desearnos lo mejor y seguir en contacto. Pero sobre todo, recuerdo cuando tuve a mi primer hijo, Nicolás, y volvimos a Madrid para presentarlo en sociedad. Ella vino con Antonio a casa, cogió al bebé; con su sonrisa y su mirada lo decía todo. Se la veía radiante, contenta por nosotros, demostrando su generosidad. Recuerdo que dijo “hazme una foto con Nico y Antonio”. Aún la reservo y en estos momentos recuerdo ese instante como si hubiese pasado ayer. Anna nos veremos algún día seguro y podremos volver a recordar esos momentos. Aunque últimamente no estábamos en contacto, quiero que sepas que te echaré de menos. Mi más sentido pésame para todos los suyos.

(Eva Bordón)

Muchas veces las cosas buenas que te aportan las personas que vas conociendo se van quedando en el fondo de tu memoria y allí se quedan olvidadas, hasta que ocurren desgracias como la de Anna, y buscas y no tardan en salir todas esas cosas maravillosas que compartí con ella y tantos otros y parece que fue ayer cuando ocurrieron. No quiero contaros ninguna anécdota, ya que seguro todos tenéis mejores que las mías, lo que sí quiero deciros en estos días tan tristes, es lo que me he reído yo solo cuando he empezado a recordar todas aquellas horas con Anna y mi amigo Antonio, que es al que veo sufrir más de cerca. Espero que todos los que habéis sufrido con su muerte, podáis encontrar también en vuestra memoria, la alegría y felicidad de nuestra querídisima Anna.

(Ricardo López-Migoya)

Querida Anna,
Qué sonrisa, qué carcajada. Es lo primero que pensamos cuando te recordamos. Qué alegría de vivir y qué capacidad para compartirlo con tu gente. Nos conocimos gracias a Antonio y rápidamente te hiciste un hueco entre nosotros. Pasamos muy buenos ratos juntos y hoy recordamos tu capacidad para modular tu voz y hacer infinitos personajes. Y acentos. Recordamos lo que nos reíamos cuando imitabas a los madrileños con tanta gracia. Por no hablar de tu mensaje en el contestador, qué buenos momentos. Has sido una amiga de las que se instalan en el corazón y aunque el contacto no sea diario ni semanal, están ahí para siempre. Y cuando hemos estado en contacto después, cualquier conversación servía para retomar nuestra amistad, como si no hubiera pasado el tiempo o la distancia. Hoy le damos a Antonio las gracias por darnos la oportunidad de haberte conocido y sobre todo queremos estar muy cerca de tu familia, para que estén, si cabe, más orgullosos de ti, de lo buena gente que has sido para nosotros y buena amiga. Tu familia, a la que siempre tenías presente, tus padres, hermana, tus sobris, la tía NANA como tú decías y después Xavi y ahora los niños. Sé que sabremos de todos ellos y tú estarás siempre en nuestra memoria, con todo el cariño y la amistad que somos capaces de transmitir con estas palabras. Hasta siempre Anna.

(Tatiana y Quique)

Conocí a Anna en un momento muy duro para ella y para toda su familia. Yo estaba allí para acompañarles, pero en realidad, no conocía apenas a nadie. Hubo una comida y a alguien se le ocurrió que Anna y yo nos sentáramos juntas en la mesa, supongo que porque ya sabían que estando con ella, todo sería más agradable y así fue. Yo suponía que después de la pérdida y dolor que sentiría en esos momentos, al ir contándonos nuestas vidas para conocernos un poco más, mi deber sería intentar animarla y hacerla pasar un grato momento, pero como os podéis imaginar, fue totalmente al revés, fue ella la que me iba dando ánimos a cada momento si yo le contaba algo triste de mí. Se olvidó por completo de ella misma, para hacerme sentir a gusto, tranquila, relajada y una más de todos ellos. Así era Anna, si te veía mal, aunque ella estuviera peor, antes eras tú que ella. Te miraba con aquella cara tan dulce, te sonreía, y con esa voz que tanto la caracterizaba, te decía «adelante Patricia, todo se va a arreglar» y no te quedaba otra, que mirarla, sonreir, y asentir, porque siempre terminaba por convercerte.

A partir de entonces y pasado el verano, (esto fue en julio, ya hace muchos años), empezamos a coincidir en Madrid. Ella iba por motivos de trabajo y yo por otras circunstancias que ahora no vienen al caso, pero nos pasabamos el fin de semana en la misma casa. Recuerdo que todos los viernes que sabía que nos ibamos a ver, me llamaba y me pedía que la esperara, y me decía, en nada me quito estos 4 Kg que me sobran. Esto era casi cada semana, con lo cual, cuando me llamaba y me lo decía, al colgar, yo no podía evitar esbozar una sonrisa, pero bueno, la esperaba para ver qué pasaba ese viernes.

Llegaba, dejaba las cosas y nos ibamos hacia el supermercado. Pasabamos por la sección de frutas y verduras y después de mirar un poco por encima, me miraba y me decía «Bueno, esto lo dejamos para el final, vamos a ver qué más hay». Seguíamos mirando, llegabamos a la sección de carne, pero ahí ya era inevitable que así, de reojo, como el que no quiere la cosa, iba mirando la parte de bollería. Después de estar unos minutos haciendo que decídía qué carne comprar, me miraba, ponía esa cara de muñeca que tenía ella, se encogía de hombros y me decía:»bueno, casi, total, llevo sólo un día, mejor lo dejo para mañana, no?????? Yo me partía como siempre, sabía que lo iba a hacer, pero me hacía muchisima gracia ver como intentaba no comprar lo que había dicho que esa vez no compraría, pero como era de esperar, terminabamos comprando aquellas magdalenas de chocolate que la volvían loca, las chocolatinas rellenas de menta, las galletas príncipe y todo aquello que llevara chocolate y ni una sola caloría jajjajajajaja. Era genial, siempre .

Al día siguiente, el que se encargaba de hacer la comida, daba una voz para decirnos el menú de ese día y para saber cuantos nos apuntabamos para las cantidades y siempre se oiga como a lo lejos:»yo, yo quiero, cuenta conmigo, ya mejor como me voy hoy, sigo la dieta en Barcelona», aunque como casi siempre había spaguettis carbonara, pollo tailandés , pollo al curry o cualquier cosa que además de nata, llevara crema de coco, total nada, lo propio para una dieta!!!!!!

Todos nos echabamos a reir, porque lo decía de aquella manera suya que era imposible regañarle y decirle que cada fin de semana que venía, nos decía lo mismo. Era graciosa hasta para eso.

Recuerdo como le gustaban mis tiramisús, como hubiera uno en la nevera, ya sabíamos quien se lo iba a terminar, pero lo que de verdad la v

olvía loca, era mi tarta de queso. Un día me pidíó la receta, y la dije que no, que era secreto, que yo se las hacía, pero mi tarta no se lo había dado a nadie. Ella sabía que yo me estaba planteando hacerme una operación de estética y sólo se la ocurrió decirme:» Le digo a mi padre que te la haga a cambio de la receta de la tarta de queso» jajajajjaaj. Ella cualquier cosa por aquel postre. Por eso, cuando ya dejamos de vernos por motivos personales, aunque seguiamos teniendo contacto telefónico, un día se vino a mi casa a pasar el día, comimos en casa y para postre le hice las dos cosas para que eligiera, y como era demasiado dilema, decidimos que lo mejor, para nos despreciar ninguno de los dos postres, era probar de ambos.

Esa y así era mi Anna, la que yo conocí, dulce, dulce como todo lo que la gustaba, nunca se olvidaba de ti, todo lo contrario, ayudándote siempre. Cuando la necesité, ahí estuvo, llamando cada día para dar ánimos, para contarme siempre cosas graciosas y hacerme reir. De hecho, creo que la última vez que la vi, fue también en una comida familiar como la primera vez, todo fue perfecto, celebrabamos el cumpleños de su tia y al final de la comida y LOS POSTRES, (fue mi aportación a aquella comida) Anna y su padre comenzaron a contar chistes, uno destrás de otro, era imposible dejar de reirnos, recuerdo a Taita contar alguno de mejicanos con acento incluido……aún ahora, cuando me acuerdo,me duele el estómago de reirme.

Gracias Anna, gracias por todos esos momentos que al menos a mí me hiciste pasar, gracias por tus sonrisas, por tus ánimos cuando los necesité, por no olvidarte de mi pese a la distancia. Sé que me querías, me lo decías muchas veces…….yo tambíen te quiero.

Hasta pronto mi niña.

(Patricia Contreras)

Anna
Nunca tuvimos una profunda amistad.
Nunca nos llamamos por teléfono
ni quedamos a tomar una caña
ni fuimos al cine
ni ni ni.
Nunca fuimos grandes amigos.
Quizá ni siquiera fuimos amigos, simplemente.
Pero, las veces que nos vimos,
¡qué alegría transmitías,
qué sonrisa gigante y blanca y sonora, que carcajada abierta!

Y perderte duele, pero que hayas estado por aquí merece esta pena.

(Carlos Mas)

Conocí a Anna por mediación de Antonio. Entonces yo vivía en Madrid y quedábamos con cierta frecuencia. De entre todos los recuerdos que guardo de Anna hay uno muy concreto que me gustaria compartir con vosotros.

Se acercaba la fecha del 30 cumpleaños de Antonio y Anna quiso convertirlo en algo muy especial, una fiesta que no pudiera olvidar nunca. Y así empezo a organizarlo, llamando a todos los amigos de Antonio, tanto de Madrid como de Berklee, para reunirnos en lo que sería una fiesta sorpresa.

Uno de los amigos de Antonio de Madrid envió un mail, con los datos de la fiesta sorpresa, a todos sus contactos entre los que estaba Antonio, que me llamó seguidamente para contarme lo oocurrido, que se había enterado de todo y que no quería que Anna se enterara para no fastidiarle la ilusión de poder sorprenderle y, a todo esto, yo mintiendo a Antonio, diciéndole que no podría asistir porque tenia que viajar a Sevilla, cosa que se creyó.

La fiesta del 30 cumpleaños de Antonio fue un éxito. Anna se encargo de que asi fuera. Organizó un concierto «jam» donde se escucho desde Paquito el chocolatero hasta algun tema de fusión de esos que solo Jordi conoce! Hubo comida, bebida y muchas sonrisas verdaderas. Ana se encargó de que Antonio fuese el protagonista y de que aquel día fuese lo más especial posible.

Antonio y yo hemos hablado muchas veces de aquel cumpleaños y de lo bien que lo pasamos. Yo siempre recuerdo aquellos días de preparación con cierta envidia. Recuerdo que me fascinó como Anna puso tanto empeño en aquello, en hacer feliz a Antonio. Nunca olvidare esa fiesta y nunca te olvidare a ti, Ana.

Espero que allí donde estés te organicen a ti una fiesta como aquella cada día.

(Iván Vivas)

¡Delfines! Tropecientas fotos de nosotros cuatro con los delfines; que acabamos comprando el mega pack turistico family-timo size. Pero que risas cada vez que aparecen cuando disparo el iPhoto. Esas cabezas sobresaliendo por encima del agua. Sólo se nos ven los dientes con esas sonrisas de oreja a oreja. Y a algun@s las lenguas.

No me acuerdo de cuantos días fueron, pero sí que era le segunda vez que te conocía. La primera fue en los Mandriles; unos días que me quedé en casa de Antoine con la excusa de sacarme el visado en la embajada. La de caña que le dimos por merengón (entre otras cosas). Gracias por tenerlo tan educado y apoyarme, yo temía que en algún momento me echara a la puta calle.

Pero bueno, fue en ese viaje de cayo en cayo según nos venía en gana, y que Antonio tan bien había organizado, que realmente nos conocimos. O no, porque sin llegarnos a conocer, la relación fluyó de una manera de lo más natural, y eso que a mí me suele costar entrar en calor con nuevas relaciones. Pero no contigo.

Ya de vuelta en  Miami, me acuerdo que la última noche me cogiste desprevenido y me arrinconaste, espalda contra la pared, mientras los otros dos paseaban por la luna. Me dijiste que me fuera de copas con Antonio. El y yo sólos. Que nos veíamos muy de cuando en cuando y que nos fuéramos de farra a rememorar nuestras mejores batallas. Desinteresada.

Un beso muy fuerte Anna. Y un abrazo inmenso de todo corazón a toda tu familia.

(Guillermo y Julie)