La corrupción política, desde la más ligera hasta la más abyecta, siempre se dará en un país en el que todavía imperan, mejor o peor, la ley y el derecho; esto es, en una democracia por muy maltrecha que esté, o parezca estar. En Venezuela no cabe ya casi hablar de corrupción política, sino de autoritarismo, y en Corea del Norte, simplemente, de totalitarismo. Autoritarismo y totalitarismo se dedican a fomentar muchas otras clases de corrupción más ‘comunes’, tanto en las costumbres como en la moral de los funcionarios, pero cuando hablamos de corrupción política se entiende sobre todo que lo es frente a un modelo ejemplar del que parte, la democracia, cuyas instituciones se debilitan pero todavía permanecen.
La derecha e izquierda democráticas, es decir, las que que tradicionalmente han formado la democracia en España, PP y PSOE, parecen hundirse por sus errores, sí, pero sobre todo por el odio que se ha ido sembrado entre ellos mismos y sus seguidores. Deberían tomar nota de ello, deberíamos todos hacerlo. Vivimos desde hace ya tiempo en un permanente estado de guerra civil fría, a veces aliviado por pequeñas treguas. Mientras tanto comienza a surgir el pensamiento totalitario cargado de buenas palabras e intenciones, y ya parecen sentirse en sus promesas los vientos del cambio que nos salvará de la corrupción, o que al menos traerá la venganza de los políticos corruptos, esa especie de estamento civil que se nos ha descubierto y al que se ha bautizado con el nombre de ‘casta’, como si no fueran individuos, con nombres y apellidos propios, personas que deben ser juzgadas también individualmente, sino una clase compacta y apestada, un cáncer que debe ser extirpado. Este ha sido el mayor éxito de Podemos: que todo el mundo crea que existe la casta, incluso los que jamás llegarán a votar a Podemos.
El odio colectivo hacia un sector concreto de la sociedad ha sido, es y será siempre el cebo del ‘guardabosques mayor’, del redentor totalitario, aquél que se proclama siempre el único político ‘puro’, sin mácula, cercano y amable si hace falta, pero implacable contra el enemigo; aquél, en definitiva, que surge para salvarnos y vigilarnos a todos, no sea que nos convirtamos nosotros también en casta y volvamos a estropearlo todo.
A río revuelto ganancia de pescadores… Pero ojo, porque lo que se pesca ahora son almas.
Un comentario en «La teoría de la casta»