
En el documental La direction d’acteur par Jean Renoir, Renoir imparte una clase magistral de interpretación a la actriz Gisèle Braunberger, y acaba siendo una cosa muy diferente de lo que ella esperaba, pues lo que le pide Renoir es, precisamente, que no interprete. «Lea usted como si estuviese recitando la guía de teléfonos», le dice, y la actriz lo intenta una y otra vez, con mucha profesionalidad pero sin conseguirlo. «No interprete», insiste Renoir, y ella lo mira desconcertada, porque eso es lo que se supone que tiene que hacer un actor, interpretar su papel. Finalmente, después de varios intentos, Gisèle Braunberger acaba cediendo, quizás por cansancio, sin importarle tener miedo o no saber qué pensar, y deja de creer que lo que le pide Renoir sea poco digno de una actriz profesional como ella, consiguiendo por fin leer el texto de manera anodina, totalmente impersonal, como si lo que tuviera enfrente fuera, efectivamente, una guía de teléfonos.
Entonces surge el milagro. Después de repetirlo varias veces, el texto se impone, comienza a fluir con toda naturalidad y el espectador, repentinamente, deja de ver a una actriz que interpreta su personaje -que incluso puede llegar a interpretarlo magníficamente- para encontrarse con el personaje mismo. Ahí está, al completo, y ha surgido además a través de ella, de la verdadera Gisèle Braunberger y no de la actriz Braunberger, dejando su impronta de manera espontánea. Creo recordar, aunque hace ya más de quince años que lo vi por la televisión, que ella se emocionó. Pero a lo mejor no, a lo mejor fui yo quien me emocioné, vaya usted a saber.
Se necesita mucho valor para apostar por lo que apostó Renoir, mucha fortaleza, tanta como para querer ser feliz. Apostar por lo más seguro es una de las cobardías más grandes que puede hacer cualquier persona, igual en la vida como en el arte. Renoir lo jugó todo al número más alto y apostó por el milagro. Esta misma fe fue la que tuvo Éric Rohmer, y no sólo en los actores sino también en la propia vida. Rohmer rodó de la misma manera que aquella mujer ‘recitó la guía de teléfonos’, es decir, sin imponerse sobre la obra, desapareciendo. Y el milagro se cumplió igualmente en sus películas. Quizás él no fuera consciente de aquello (¿qué más daba que la apuesta se ganara o no, si lo único que importaba era realizarla?), aunque seguramente sí, sí que lo era, pues se trataba de una persona demasiado honesta e inteligente como para acabar engañándose a sí mismo de una manera tan ingenua, creyendo que aquel acontecimiento era obra suya.
De esa misma fe, la fe en la vida, hablan inevitablemente muchas de sus películas, si no todas, y especialmente El rayo verde, Cuento de invierno o La marquesa de O. No llegar a verlas es como no haber escuchado a Mozart. Aunque tampoco pasa nada por ello, desde luego.
Echo de menos a Éric Rohmer, ya no hay casi nadie como él entre nosotros, nadie con una mirada tan limpia, nadie que sepa ver el mundo y las personas con tanta claridad como él lo hizo. No hay Woody Allen que lo sustituya, por muy genial que sea, ni Clint Eastwood que me lo recuerde, por mucha admiración que le tenga (y, creedme, es casi demasiada). Todos ellos son grandes, desde luego, y seguramente se merecen un lugar importante en la historia del cine. Pero a Rohmer… A Rohmer le corresponde un sitio allí donde esté la vida.