En las anteriores entradas he intentado aclarar que no existe ningún criterio científico ni jurídico para definir al ser humano. Es más, no hace falta darle muchas vueltas al asunto para darse cuenta de que en realidad no existe ningún criterio, sea el que sea, para poder hacerlo. Podemos decir que la condición humana es un valor que Dios le concede al hombre o que el hombre se concede a sí mismo, estableciendo así su propio criterio moral. Que cada uno elija a su gusto pues, para lo que nos interesa en este caso, se trata del mismo valor: aquel sin el cual los derechos humanos dejan de tener sentido. Así pues, no tenemos más remedio que apañarnos e intentar estar a la altura de las circunstancias, decidiendo por nuestra cuenta lo que es humano y lo que no, pero sobre todo procurando acertar, pues en ello nos va nada menos que nuestra humanidad.
Sobre este asunto Arcadi Espada asegura que cuando la ciencia no llega a ninguna conclusión todo se reduce a una cuestión de creencias. Desde luego, desde cierto punto de vista, todo es una cuestión de creencias, pero siempre y cuando estemos dispuestos a aceptar que eso de tomar la ciencia como la medida de todas las cosas es también otra creencia. Sin embargo, aún decidiendo aceptar esto -que vale tanto o tan poco como decir que ‘todo argumento es una opinión’-, lo que no se puede hacer es suponer que todas las creencias son iguales. En el caso de Arcadi Espada, por ejemplo, parece ser que la creencia en la ciencia destaca sobre todas las demás. Pero lo mismo podríamos decir de cualquier otra postura, siempre y cuando se tengan razones para defenderla.
Eso de que las creencias, por el simple hecho de serlo, tengan que ser irracionales es la más irracional de todas las creencias. Pues, de hecho, ellas fundamentan nuestros razonamientos, los cuales deben partir siempre de alguna premisa indemostrable. Por otro lado, no se puede decir que creer en Dios sea lo mismo que creer en los derechos humanos pues, entre otras cosas, la gente no suele arrodillarse a rezarle a los derechos humanos, por mucho que algunos estén dispuestos a defenderlos incluso con su vida. Es decir, que una cosa es la religión y otra las convicciones, religiosas o no. Pero ni siquiera la religión es un asunto irracional, pues un mandamiento como ‘no matarás’ o ‘no robarás’ no es ni irracional ni arbitrario, mientras que otro como matarás al judío o despreciarás al pijo de Serrano (por poner un ejemplo menos trágico) sí que lo es, además de inmoral, y sólo puede ser el origen de pensamientos absurdos.
Así pues, no todas las convicciones son iguales. Por eso, cuando a Arcadi Espada le parecen (¿o denuncia?) equivalentes la ‘creencias’ de Rouco Varela y Bibiana Aído -porque en el fondo, según parece, no son más que eso, creencias-, está haciendo un juicio muy poco acertado. Pues, si bien es cierto que ambos parten de posiciones diferentes, de lo que aquí se trata en realidad es de la necesidad de tomar una decisión respecto a qué significa eso de ser humano. Y esta decisión debe argumentarse a partir de una convicción que sí se supone común a ambas partes: la de que es mejor tener derechos humanos a no tenerlos, incluido el derecho a la vida. Efectivamente, los derechos humanos no son más que otra convicción fundamental, otra ‘creencia’ de la que, que yo sepa, la ciencia no ha podido dar un sólo argumento a favor o en contra. Ni falta que hace.
Si Rouco dijera que el estado no debe tolerar el aborto porque la religión lo prohibe y Bibiana asegurara que sí debe tolerarlo porque la ciencia lo permite, estaríamos efectivamente ante dos creencias dogmáticas. Sin embargo, tanto el uno como la otra deben ser conscientes de que ni están hablando sólo para los católicos ni tampoco para los ‘creyentes de la ciencia’, así que no les queda más remedio que argumentar su postura. Y, según cómo sean sus argumentos, así serán de creíbles sus convicciones.
En cuanto a mí respecta, he llegado a la convicción de que eso de considerar que un feto de catorce semanas no sea humano, además de ser un juicio totalmente arbitrario, en vez de ayudar daña. Y, por extensión, estoy convencido de que utilizar semejante premisa para justificar la ley del aborto significa, en definitiva, escudarse en argumentos ideológicos que sólo podrán compartir aquellos que ‘crean’ con fe ciega en la liberación sexual de la mujer o en el progreso por encima de todas las cosas.
Primero porque, si se hace por prudencia (dado que la ciencia no ha dado ‘todavía’ con una respuesta definitiva), ¿qué mayor prudencia que la de aceptar la condición humana desde el mismo momento de la concepción? Así seguro que siempre se acierta y se hace un bien mayor.
Segundo porque, al decidir que un ser no puede ser humano hasta que se haya desarrollado ‘lo suficiente’, el mismo concepto de humanidad deja de ser un hecho absoluto, abriéndose la posibilidad de poder medir el grado de humanidad en las personas. ¿Cuál es entonces el criterio de humanidad? ¿La viabilidad del feto? Si es así, todo aquel que dependa de una medicina para seguir viviendo pierde cierta humanidad. ¿Será entonces un criterio efectivo el que el feto haya desarrollado por fin su cerebro o un sistema nervioso en un momento determinado de la gestación? Concedamos esto y todo aquél que tenga alguna lesión cerebral o sea parapléjico se volverá menos humano. Y así podríamos seguir con un largo etcétera de ‘razones’ que, por lo general, nos llevarían a la siguiente conclusión: si la humanidad sólo se adquiere por el simple hecho de desarrollarse, forzosamente la tendremos que perder al envejecer y deteriorarnos.
Todo esto es absurdo. O la humanidad es un concepto absoluto o deja de tener sentido. Pero si es absoluto, lo lógico es que también lo sea en el tiempo, a lo largo de toda la biografía del hombre, es decir, desde el momento mismo de su concepción. Al llamarnos humanos no estamos haciendo cualquier cosa, pues nombrar significa dotar a lo nombrado de un valor determinado. Así, al hacerlo nos estamos concediendo el valor más grande de todos pero, si no lo hacemos de manera adecuada, también nos lo estaremos negando. Por lo tanto, si no admitimos que un feto sea humano en sus primeras semanas de gestación, no sólo deshumanizamos al feto sino que también nos deshumanizamos a nosotros mismos. Tal es el peligro de relativizar la humanidad.
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