Aquí ellos también Pueden


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Después de la experiencia de la II Guerra Mundial, después de las profecías orwelianas y de tantos otros relatos distópicos, el hombre moderno parece estar dispuesto a demostrarse a sí mismo, una vez más, que es capaz de tropezarse con la misma piedra, esta vez presente con el nombre de populismo. Vemos cómo en buena parte de Europa el populismo, bien de extrema izquierda, bien de extrema derecha, gana cada vez más terreno, alimentándose de las crisis económicas y de los no pocos errores de nuestros políticos. Ni siquiera Estados Unidos parece librarse de esta fiebre.
En España la creciente ideologización de la población, la politización de la vida en casi todas sus dimensiones y especialmente la radicalización del pensamiento de izquierdas desde mediados de los años noventa han abierto las puertas del populismo por ese mismo flanco.

Cuando ETA mató a Miguel Ángel Blanco todavía quedaba cierta fibra moral en el pueblo español; después de treinta años de asesinatos el ciudadano común aún tenía muy claro, a excepción de unos cuantos radicales, quiénes eran los terroristas y quiénes los demócratas. Tras los atentados del 11M parece como si nuestra constitución moral se hubiera debilitado hasta los huesos y, mientras tendemos a relativizarlo todo dependiendo de que exista una excusa ideológica o no para ello, lo único que parece poder indignarnos ‘en masa’ es que nos roben el dinero, y ni siquiera en todos los casos. Esto, en tiempos de crisis económica, es campo abonado para el populismo de izquierdas, que promete la igualdad de derechos mediante la igualdad de capitales, confundiendo con toda intención la riqueza con la libertad, y escondiendo muy a sabiendas, e incluso proponiendo en muchos casos abiertamente, que para conseguir esa igualdad lo que hay que hacer es precisamente estar por encima de derechos fundamentales como el de la propiedad o la libertad de expresión, indispensables en cualquier democracia (entre otras cosas porque las democracias se hicieron para poder respetarlos). Se entiende que estos atropellos, como los que se están ya viendo de forma incipiente en Barcelona, no son más que ‘discriminaciones positivas’, algo así como si se dijera ‘daños colaterales en la revolución institucional a favor del pueblo’, es decir, de ese Estado que viene para sustituirnos a todos nosotros, a los individuos.

Ya lo dijo Robespierre, no podemos hacer una tortilla sin romper los huevos… En Venezuela, en Bolivia e incluso en cierta manera en Argentina y Brasil, se han roto unos cuantos huevos y ni rastro de la tortilla. Ellos eran los buenos, el pueblo, y pudieron por lo tanto utilizar todas las armas que consideraron necesarias, cabalgar contradicciones, llegar al poder, reformar la constitución mediante referéndum, estatalizar los medios de comunicación, acabar con la división de poderes y, por fin, quedarse. No hace falta ser Casandra para hacer estas predicciones también en España, tras haber empezado a importar los tics ideológicos que allí imperan y a mostrar los mismos síntomas de su enfermedad. La manera que tiene de actuar el populismo es de libro, aunque éste se forre con las tapas del catálogo de IKEA y su mensaje se aderece con besos, abrazos y buenas intenciones; y aquí es tan aplicable como en cualquier otro lugar.

Esa sensación de seguridad que prevalece en nuestro pueblo, de pretender que en España la llegada al poder de un líder radical no puede minar nuestras instituciones, esconde en realidad un sentimiento de superioridad cultural y política frente a los países hispanoamericanos muy poco racional (vease el caso de Chile, de su florecimiento democrático y económico durante estos años, y de su poca corrupción institucional), y mucho menos edificante. Si algo nos ha enseñado nuestra historia, es que nadie está a salvo del totalitarismo. También los ciudadanos de Venezuela creyeron, cuando apareció Chávez, que ellos jamás llegarían a ser Cuba. Tan sólo vieron en él el rostro de una nueva política (quizás radical pero en su opinión necesaria, dadas las circunstancias del país). Un líder, en cualquier caso, cercano y defensor del pueblo, simpático, amable, crítico implacable de los corruptos en los programas de televisión.
No nos engañemos, aquí puede ocurrir exactamente lo mismo porque, de hecho, ya está ocurriendo. Aquí ellos también Pueden.

Sus titiriteros


Captura de pantalla 2016-02-10 a las 21.04.56.pngDice Savater que si el títere ahorcado hubiera sido un okupa en vez de un juez, Podemos y alrededores no se llenarían estos días de libertad de expresión. Tiene parte de razón. Colau no habría defendido a los titiriteros desde el principio, e Iglesias no habría llevado la contraria a Bescansa, uno desde los Goya, otra desde La Sexta. El Ayuntamiento de Madrid, después de presentar una denuncia contra los actores, no habría sentenciado que «la ficción no es delito».

La verdad es que lo que les ha pillado por sorpresa no es la falta de gusto o de calidad de la representación, sino que la programaran para niños, por mucho que una hora antes del inicio de la función, desde el Facebook de los carnavales, se avisara de que era para adultos. No es la primera vez que el consistorio manda un aviso 2.0 y luego intenta lavarse las manos.

Ampliemos a otros delitos susceptibles de ser representados: violencia de género, abusos sexuales, palizas a inmigrantes. Los abogados de los titiriteros han utilizado Crimen y Castigo y ‘Rambo’ como defensa: son creaciones artísticas con escenas violentas. Monedero se ha quejado en vídeo: los mismos que trinan contra los actores, no lo hacen contra una representación de Luces de bohemia. Esta lógica absurda es la misma que, dada la vuelta, llevaría a señalar ‘La lista de Schindler’ como apología del Holocausto porque aparecen nazis.

Y es que han abierto un debate donde no lo hay: el problema de la obra no es de libertad de expresión. Y no lo es porque no pocas obras de ficción contienen una serie de valores, más o menos moralizantes. Dependen de esos valores que destilen. No es lo mismo una obra donde se observa la crudeza de la violencia doméstica y transmite valores para concienciar y prevenirla, que una obra donde se justifique la obediencia a golpes de la mujer. Los mismos que defienden a los titiriteros, bramarían contra una obra que hiciera apología del franquismo. Y tendrían razón. A Juan Diego Botto no se le ocurriría decir que «la ficción es un territorio de reflexión supuesto y sublimado en el que lo que acontece no es ‘la realidad’ sino una representación imaginada de la misma, por más realista que sea la pieza».

Los titiriteros han justificado la pancarta de la obra, y ésta no tiene pinta de haber cometido más delito que el del mal gusto. Pero que no se equivoquen Iglesias y compañía, la libertad de expresión, incluida la creativa, tiene límites. La utilizan como coartada porque su arma favorita es blandir los derechos fundamentales frente al Estado represor. Por eso y para obviar un fondo mucho más simple: defienden a estos titiriteros no porque el ahorcado sea un juez, la apuñalada una monja y la víctima una anarquista, sino porque los autores son de los suyos.

El vitalismo


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La estética del arte contemporáneo es un estética de enterradores. No hace más que dejar cadáveres a sus espaldas. El arte moderno ha dado grandes obras como en cualquier otra época, pero a día de hoy, la falta cada vez mayor de verdaderas personalidades provoca un vacío que se rellena con teorías, con retórica banal y pretenciosa, con mera palabrería; la cosa era inevitable, se venía intuyendo desde hacía décadas: no existe un ambiente más falso y apolillado, más superficial y tontorrón que el de la creación artística contemporánea, con el añadido de que viene aderezado con la solemnidad del entierro. Al estallido juvenil y revolucionario de las vanguardias se han impuesto sus inevitables consecuencias, los cadáveres que va dejando detrás de sí, o que al menos pretende dejar. En cuanto a la pintura, primero fue el entierro de la tercera dimensión, luego la realidad como referente, finalmente la representación misma, el tema; hasta que, inevitablemente, durante los años setenta se anunció su defunción por anemia. Ojalá hubiera muerto realmente, así hubiéramos podido pintar con total libertad, en vez de seguir viéndola pulular moribunda, de aquí para allá, excusándose con sutilezas estéticas, intentando respirar de una manera lo suficientemente moderna. Más les hubiera valido a los críticos decir con cierta pompa y circunstancia “¡La pintura ha muerto, viva la pintura!” Pues, de la misma manera que el padre muere, sus hijos, los que lo suceden, siempre serán de la misma estirpe.
Haced el favor de abrir una revista de arte cualquiera. Todo el mundo parece ir vestido de luto. Mirad los cadáveres diseccionados de Damien Hirst: son la perfecta imagen del arte de nuestro tiempo, un arte delicadamente forense. ¿Dónde está aquel paraíso que se nos había prometido, aquella libertad creadora? El siglo XX comenzó preñado de un aliento vital, el XXI es un cementerio artístico. Paseaos por las mejores ferias de todo el mundo; veréis infinitas obras hechas de otras tantas maneras, pero prácticamente todas ellas huelen a lo mismo, todas ellas no son más que proyectos, ideas: todas están muertas. El artista contemporáneo pasa innumerables horas ‘informándose’ de los derroteros que tomará el arte, de cuál es el debate artístico del momento para poder formar parte del sepelio. Hoy la mejor manera de halagar una obra de arte es calificándola de ‘interesante’. Me imagino que si a Miguel Ángel le hubieran dicho que los frescos de la Capilla Sixtina eran ‘interesantes’ los hubiera vuelto a encalar de blanco.
La pintura, el dibujo, deben ser un arte vital y verdadero. Un arte fecundo, que surja de manera natural a partir de la vida, por pura necesidad, y no bajo los dictados de las revistas. Necesitamos igualmente algún tipo de estética que aparezca con la misma espontaneidad que se le aparece la vocación al artista. Una estética que sepa dar al menos dos o tres ideas importantes, en vez de presentarse como el producto de innumerables clichés. ¿Cuál es la vocación artística de nuestro tiempo? Seguramente, muchos de los verdaderos artistas del momento son absolutamente desconocidos. Sean cuales sean los rumbos que decida tomar el arte, deberán imponerse por sí mismos como ocurre con cualquier otra circunstancia vital. Cuando las esquelas de las revistas anuncien por fin que el arte ha muerto, para entonces habrá ya resucitado.

Nimiedades


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Tira cómica de Quino.

Nimio,mia: (Del lat. nimĭus, excesivo, abundante, sentido que se mantiene en español; pero fue también mal interpretada la palabra, y recibió acepciones de significado contrario).
1. adj. Dicho generalmente de algo no material: Insignificante, sin importancia.
2. adj. Dicho generalmente de algo no material: Excesivo, exagerado.

Hace dos años me encontré en una carretera con la siguiente pintada, producto de la educación intelectual que todos sufrimos:

Pienso, luego estorbo

La cosa me resultó muy graciosa, más que nada porque me pareció que era verdad. Un grito tan angustiado se le había debido de ocurrir seguramente a una persona, y esta persona quizás había intentado apartarse del rebaño (concedamos que así fue). Sin embargo, eso de que uno anuncie a los cuatro vientos que es el único ser humano capaz de pensar por sí mismo, eso y no otra cosa es precisamente el mayor de todos los clichés de nuestra época. Lo cual le da un giro muy entretenido al asunto pues, como en el cuento del lobo, ya ni siquiera podemos saber si el muchacho realmente estaba pensando de verdad, y tan sólo nos queda claro que estorbaba.

Hoy en día resulta que eso de pensar se ha convertido en una especie de aporía, y decir ‘yo pienso’ se parece cada vez más a un vulgar ‘yo nunca miento’. No debería resultar extraño, pues (aunque sí un pelín sospechoso), que ya casi todo nos resulte impensable, entre otras cosas porque no cabe pensar nada interesante que no deba ser tremendamente original, como siempre. Si toda época tiene sus espejismos, sus ídolos, ésta en la que vivimos no se queda corta, y el primero de todos es el de la originalidad, la cual comenzó por ser algo muy interesante y entretenido, desde luego, pero ahora no es más que un coñazo insoportable. Menuda tabarra esa de que todos tengamos que ser igual de diferentes. Sin embargo, nada resultaría más original, nada más inaudito que no pretenderlo. Esto sí que sería algo impensable, casi tan increíble como no quererse ir de vacaciones en verano. Hasta el funcionario más vulgar aspira a llegar a ser un revolucionario cualquiera, y con tener esa aspiración piensa que queda redimido, cuando en realidad lo que hace es rematar la faena.

Sí, el asunto de la originalidad se ha convertido en un coñazo insoportable. Eso y no otra cosa es lo que muy astutamente ha querido anunciar al resto del mundo la artista Deborah de Robertis mostrándonos lo original que es el suyo mientras recitaba un poema bajo los aplausos de un público que, un pelín desorientado, se olvidó de escandalizarse como es debido (recordemos que a estas alturas del juego, el verdadero happening ya no es lo que hace el artista, que al fin y al cabo padece de serlo, sino el público). Fuentes fidedignas nos aseguran sin embargo que un señor mojigato, y sin duda un poquito machista, se dio la vuelta con cara de asco mientras murmuraba: ‘¡será posible, otra vez Baudelaire!’, pero se retractó al momento cuando le aseguraron que el poema también era original. La obra ha quedado registrada en este video, en el que la artista ha decidido acompañar el evento con el hermosísimo ‘Ave María’ de Schubert.

Yo por ahora me limitaré a señalar este otro interesante artículo que no hace mucho escribió el pintor Íñigo Navarro y a sugerir que no nos quedemos con la simple anécdota por lo demás completamente ‘naive’ que supone la panorámica de un sexo al descubierto, sino que tengamos el valor de atisbar el verdadero significado de la obra, el cual, por emplear una metáfora feliz, podemos decir que ya surge, que está naciendo de las mismas entrañas de su autora (la criatura al nacer se despereza, abre sus fauces y es entonces el pasmo y el escándalo del mundo cuando pronuncia las siguientes palabras):

Pienso, luego estorbo (aplausos entusiastas).

Quintero entrevista a Escohotado


Jesús Quintero: Sabemos, señor Escohotado, que la historia es pendular. ¿Quiere eso decir que puede volver el comunismo?

Antonio Escohotado: El comunismo está desde que empezó una sociedad próspera. Antes de que hubiera sociedades prósperas no podía existir el comunismo, por eso surgió en la época de Augusto, el único momento próspero del mundo romano, porque hasta entonces la República había sido una historia muy extraña de saqueos. Con Augusto se pudieron hacer los últimos grandes saqueos, el saqueo de Egipto, que era donde de verdad estaba la pasta. El Fort Knox de la antigüedad era el tesoro egipcio de Cleopatra. Al mismo tiempo Augusto era un hombre correcto. Aquella sociedad cambió y comenzó a haber hombres de negocios, no sólo guerreros y clérigos. Entonces surge el comunismo. Siempre que haya sociedades prósperas, habrá comunismo. Es consustancial. En el alma humana hay un deseo de libertad y también lo hay de seguridad. Cada vez que se progresa en libertad, viene el deseo de seguridad y dice «¡qué peligro, qué peligro! ¡Vamos a hacer un control de esta libertad!» y entonces viene un brote comunista. Ya puede ser la revolución francesa, las guerras campesinas del Renacimiento, la predicación del evangelio, o lo que pasa en Pionyang o en La Habana.

[…]

AE: El comunismo, por volver a la pregunta original, a mi juicio, es consustancial a la sociedad moderna y muy particularmente a la sociedad próspera. Sólo cuando se produce un aumento de prosperidad vuelve el ideal comunista a plantear sus exigencias. Parece paradójico y a mí mismo me ha sorprendido. Yo no lo sabía, he tardado diez o doce años de estudio sobre las fuentes para darme cuenta de esta aparente incongruencia. Siempre me habían contado que estallaría el comunismo cuando la gente estaba pasándolo muy mal. No es cierto.

JQ: Cataluña independencia, Euskadi independencia, Amaiur…

AE: Odio y más odio, complejo de inferioridad consentido, odio y más odio. Es una forma de encontrar una causa para los que no han estudiado ni pensado nunca, para empezar, en el concepto de causa […].

JQ: ¿Ha encontrado alguna verdad fundamental?

AE: Sí, la tolerancia y la ciencia. La curiosidad, el asombro. Tengo que llamar la atención hacia la verdadera dictadura que ahora padecemos, en nombre de una academia de la lengua, que pretende ser la propietaria de un asunto que no tiene propietario, y que hasta 1994 definía curiosidad como interés por saber lo que las cosas son, y que desde entonces lo define como interés por saber indiscretamente lo que las cosas son. Antes definía asombro como origen del conocimiento filosófico, y desde esa misma edición del 94 lo hace como susto, espanto. Ahí es donde está la mano del mediocre que intenta recortar a los demás la vida y decirle por dónde tiene que ir, negarse a que la realidad es proceso e insistir en que la realidad es definición y dogma. Y entonces coge ‘curiosidad’ y dice: «curiosidad es mirar donde no debes». ¡Pero subnormal! Si la ciencia no es curiosidad y asombro, la ciencia no es nada, no será más que repetir un catecismo. Eso es lo que pretende una academia que se arroga la propiedad de aquello que sí que es obra del pueblo, sí que es obra impersonal, cotidiana. ¿Qué pueblo, que no sea una cultura funeraria, tiene academia de la lengua? Ninguno. Sólo las culturas funerarias tienen academias de la lengua. Las lenguas vivas no necesitan esos adefesios.

Anábasis


Cartas del Mediodía

Cuenta Jenofonte, el primer madridista de cuya remontada se tienen noticias, la historia de ésta en su Anábasis. Hoy su análogo sería la libretilla azul donde Mourinho apunta sus inescrutables jeroglíficos, sus líneas y geometrías misteriosas, disposiciones tácticas y la lista de la compra que le encargó su mujer. En la Anábasis se relata la excursión de unos cuantos hoplitas griegos al interior del imperio Persa en busca del botín que el príncipe Ciro les había prometido a cambio de que con sus espadas y lanzas le aupasen al trono de su hermano Artajerjes. Los griegos, aparte de ser los fundadores de la civilización occidental y de construir maravillas intemporales como la Acrópolis, también eran unas putas que, naturalmente, se vendían al vil metal, como todo hijo de vecino. El picnic de los muchachos de Jenofonte llegó hasta Cunaxa, que es como decir donde Cristo pegó las tres voces y…

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Sucedió en Atocha hace poco más de diez años. J. es, sin duda alguna, uno de los mejores baterías que he conocido en mi vida. Ha tocado con mucha gente que todos conocéis. Nivel gira mundial incluso antes de llegar a la escuela de música donde nos conocimos, hace ya bastantes años. Entonces, yo todavía tocaba la guitarra y componía. Antes de subir al tren y despedirnos, tuvimos tiempo para discutir un penúltimo café. Reconozco que siempre tuve mis dudas con la música. No sabía si lo que componía era bueno, no sabía si sería capaz de mejorar la agilidad con los dedos, las cuerdas. La velocidad. La destreza con las corcheas. La precisión. En un momento de breve charla, J. me despertó sus dudas de un sopapo: «Con frecuencia me despierto por las mañanas y dudo. No sé si sirvo para esto». J. es, sin duda alguna, uno de los mejores baterías que he conocido en mi vida. Y dudaba.

TRENZANDO

Tres amigos, una noche cualquiera, en un bar cualquiera.

M: Emborracharse es el acto más intrascendente que existe. Te hace libre. Te olvidas del tiempo, del espacio, de Dios y hasta del yo.

R: Ya tienes post: el pedo intrascendente.

M: Escribir es duro. Tienes que pensar, machacar una idea sobre la que se han escrito cientos de libros y expresarla de una manera original para que parezca nueva. Es placer y dolor. Te llena y te vacía. ¡Soy una constante tensión entre extremos!

R: Pues eso, una mujer.

A: Y lo que te queda, amiga. ¡No hay más que eso!

R: Te iba a decir lo mismo que te ha dicho Ana y no soy mujer.

M: Pero la diosa Venus se cebó conmigo. Ando y desando constantemente el camino entre lo racional y lo emocional, la alegría y la tristeza, el…

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A vueltas con el mal (I)


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La mayoría de las personas tienen una o varias aficiones como, por ejemplo, ir al cine, hacer deporte, aprender artes marciales o construir maquetas. Yo también tengo o he tenido unas cuantas aficiones, y algunas de ellas tienen que ver con la lectura. Son algo así como temas recurrentes que, de alguna manera, van moldeando mis gustos pero que también, aunque de forma muy poco sistemática, me sirven de guía a la hora de comprar un libro o desenterrarlo por fin de alguna estantería de mi biblioteca. Últimamente me dedico entre otras cosas a indagar acerca del mal.

Al mal, como a todas las demás cosas, puede uno aproximarse intelectualmente de muchas maneras. Existe, por ejemplo, una perspectiva filosófica del mal, incluida en lo que unas veces se llama ‘moral’ y otras ‘ética’. De esta perspectiva deriva otra, no menos importante, que es la ideológica. Todas las ideologías tienen como intención principal transformar y perfeccionar de una u otra manera el mundo mediante la acción política y, para ello, necesitan establecer desde un primer momento qué o quienes son los que les dificultan esta tarea; es decir, dónde está el mal y quienes son los malos (a los que ocasionalmente hay que suprimir, a veces de forma simbólica y otras al pie de la letra). Existe también, por supuesto, la perspectiva teológica, de alguna manera ligada a la filosófica (al menos en lo que concierne a tradición occidental). Pero también la perspectiva estética, que no está exenta de un pensamiento profundo, como se ve en la literatura de Sade o de Lautremont, o también en las pinturas negras y los grabados de Goya.
A mí la que me está atrayendo sobre todo es la perspectiva alegórica (y religiosa) que se le ofrece a uno cuando decide fisgonear la etimología de algunas palabras que se relacionan con el mal, fundamentalmente en la Biblia. Desde luego, no soy un experto en la materia, de hecho ni siquiera me considero un aficionado, aunque quizás sí un entusiasta ocasional. Toda la información que busco está al alcance de cualquiera; en esto, como en otras muchas cosas, Internet es una herramienta maravillosa.

Comenzaré con la palabra ‘mal’, que viene del latín ‘malum’ y cuyo significado es el mismo que el nuestro, lo malo. Éste viene a su vez del griego ‘melas’ (μέλας) que significa negro, oscuro, y del que, por ejemplo, derivan otras palabras como ‘melanina’, y es posible que también ‘melena’, aunque esto último sea mucho más discutible (según el diccionario de la RAE, viene del árabe mulay yinah,’ amortiguadora’).
Así pues, lo que nos ha llegado como la palabra ‘mal’ es lo oscuro, lo tenebroso y lúgubre. Para los griegos, sin embargo, el mal era llamado ‘to kakon’ (τό κακόν) y parece ser que tenía que ver con la imperfección y la fealdad. Si bien no parece haber derivado en ninguna palabra española que tenga que ver directamente con el mal, su esencia sí que ha perdurado, y la fealdad o la imperfección han sido muchas veces tomadas tanto en la literatura como en la tradición popular como sinónimo de maldad. De forma análoga, un alma fea o imperfecta es también un alma malvada.
En Grecia, al malvado se le llamaba ‘ kakós’ (κακός), y este fue el nombre que la mitología asignó al hijo de Hefesto, el cual destacó por su crueldad así como por la afición que tenía de robarle el ganado a sus paisanos. Kakós fue llamado Cacus en latín, y en español Caco, que desde entonces se relacionó con ‘ladrón’.
Otra palabra que tiene que ver con ‘kakon’ es cacofonía (κακοφωνία) la cual significa disonante, es decir, sonido imperfecto, un mal sonido. De esto mismo, de componer cacofonías, acusó Stalin a Sostakovich tras escuchar Lady Macbeth de Mensk… Parece ser que no le gustó demasiado la obra.

En la foto: ‘Hércules y Caco’, de Hendrick Goltzius.

Nasciturus, nascituri (y IV): Religión y convicción


Civil Rights Marchers with "I Am A Man" Signs

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En las anteriores entradas he intentado aclarar que no existe ningún criterio científico ni jurídico para definir al ser humano. Es más, no hace falta darle muchas vueltas al asunto para darse cuenta de que en realidad no existe ningún criterio, sea el que sea, para poder hacerlo. Podemos decir que la condición humana es un valor que Dios le concede al hombre o que el hombre se concede a sí mismo, estableciendo así su propio criterio moral. Que cada uno elija a su gusto pues, para lo que nos interesa en este caso, se trata del mismo valor: aquel sin el cual los derechos humanos dejan de tener sentido. Así pues, no tenemos más remedio que apañarnos e intentar estar a la altura de las circunstancias, decidiendo por nuestra cuenta lo que es humano y lo que no, pero sobre todo procurando acertar, pues en ello nos va nada menos que nuestra humanidad.

Sobre este asunto Arcadi Espada asegura que cuando la ciencia no llega a ninguna conclusión todo se reduce a una cuestión de creencias. Desde luego, desde cierto punto de vista, todo es una cuestión de creencias, pero siempre y cuando estemos dispuestos a aceptar que eso de tomar la ciencia como la medida de todas las cosas es también otra creencia. Sin embargo, aún decidiendo aceptar esto -que vale tanto o tan poco como decir que ‘todo argumento es una opinión’-, lo que no se puede hacer es suponer que todas las creencias son iguales. En el caso de Arcadi Espada, por ejemplo, parece ser que la creencia en la ciencia destaca sobre todas las demás. Pero lo mismo podríamos decir de cualquier otra postura, siempre y cuando se tengan razones para defenderla.

Eso de que las creencias, por el simple hecho de serlo, tengan que ser irracionales es la más irracional de todas las creencias. Pues, de hecho, ellas fundamentan nuestros razonamientos, los cuales deben partir siempre de alguna premisa indemostrable. Por otro lado, no se puede decir que creer en Dios sea lo mismo que creer en los derechos humanos pues, entre otras cosas, la gente no suele arrodillarse a rezarle a los derechos humanos, por mucho que algunos estén dispuestos a defenderlos incluso con su vida. Es decir, que una cosa es la religión y otra las convicciones, religiosas o no. Pero ni siquiera la religión es un asunto irracional, pues un mandamiento como ‘no matarás’ o ‘no robarás’ no es ni irracional ni arbitrario, mientras que otro como matarás al judío o despreciarás al pijo de Serrano (por poner un ejemplo menos trágico) sí que lo es, además de inmoral, y sólo puede ser el origen de pensamientos absurdos.

Así pues, no todas las convicciones son iguales. Por eso, cuando a Arcadi Espada le parecen (¿o denuncia?) equivalentes la ‘creencias’ de Rouco Varela y Bibiana Aído -porque en el fondo, según parece, no son más que eso, creencias-, está haciendo un juicio muy poco acertado. Pues, si bien es cierto que ambos parten de posiciones diferentes, de lo que aquí se trata en realidad es de la necesidad de tomar una decisión respecto a qué significa eso de ser humano. Y esta decisión debe argumentarse a partir de una convicción que sí se supone común a ambas partes: la de que es mejor tener derechos humanos a no tenerlos, incluido el derecho a la vida. Efectivamente, los derechos humanos no son más que otra convicción fundamental, otra ‘creencia’ de la que, que yo sepa, la ciencia no ha podido dar un sólo argumento a favor o en contra. Ni falta que hace.

Si Rouco dijera que el estado no debe tolerar el aborto porque la religión lo prohibe y Bibiana asegurara que sí debe tolerarlo porque la ciencia lo permite, estaríamos efectivamente ante dos creencias dogmáticas. Sin embargo, tanto el uno como la otra deben ser conscientes de que ni están hablando sólo para los católicos ni tampoco para los ‘creyentes de la ciencia’, así que no les queda más remedio que argumentar su postura. Y, según cómo sean sus argumentos, así serán de creíbles sus convicciones.

En cuanto a mí respecta, he llegado a la convicción de que eso de considerar que un feto de catorce semanas no sea humano, además de ser un juicio totalmente arbitrario, en vez de ayudar daña. Y, por extensión, estoy convencido de que utilizar semejante premisa para justificar la ley del aborto significa, en definitiva, escudarse en argumentos ideológicos que sólo podrán compartir aquellos que ‘crean’ con fe ciega en la liberación sexual de la mujer o en el progreso por encima de todas las cosas.

Primero porque, si se hace por prudencia (dado que la ciencia no ha dado ‘todavía’ con una respuesta definitiva), ¿qué mayor prudencia que la de aceptar la condición humana desde el mismo momento de la concepción? Así seguro que siempre se acierta y se hace un bien mayor.

Segundo porque, al decidir que un ser no puede ser humano hasta que se haya desarrollado ‘lo suficiente’, el mismo concepto de humanidad deja de ser un hecho absoluto, abriéndose la posibilidad de poder medir el grado de humanidad en las personas. ¿Cuál es entonces el criterio de humanidad? ¿La viabilidad del feto? Si es así, todo aquel que dependa de una medicina para seguir viviendo pierde cierta humanidad. ¿Será entonces un criterio efectivo el que el feto haya desarrollado por fin su cerebro o un sistema nervioso en un momento determinado de la gestación? Concedamos esto y todo aquél que tenga alguna lesión cerebral o sea parapléjico se volverá menos humano. Y así podríamos seguir con un largo etcétera de ‘razones’ que, por lo general, nos llevarían a la siguiente conclusión: si la humanidad sólo se adquiere por el simple hecho de desarrollarse, forzosamente la tendremos que perder al envejecer y deteriorarnos.

Todo esto es absurdo. O la humanidad es un concepto absoluto o deja de tener sentido. Pero si es absoluto, lo lógico es que también lo sea en el tiempo, a lo largo de toda la biografía del hombre, es decir, desde el momento mismo de su concepción. Al llamarnos humanos no estamos haciendo cualquier cosa, pues nombrar significa dotar a lo nombrado de un valor determinado. Así, al hacerlo nos estamos concediendo el valor más grande de todos pero, si no lo hacemos de manera adecuada, también nos lo estaremos negando. Por lo tanto, si no admitimos que un feto sea humano en sus primeras semanas de gestación, no sólo deshumanizamos al feto sino que también nos deshumanizamos a nosotros mismos. Tal es el peligro de relativizar la humanidad.