Damnatio memoriae


Estatua del emperador Domiciano. Gliptoteca de Munich.
Estatua del emperador Domiciano. Gliptoteca de Munich.

I

Entre las joyas que pueden apreciarse en la Gliptoteca de Munich se encuentra una escultura del emperador Domiciano, representado como dios Sol, que tiene la particularidad de habernos llegado con el rostro desfigurado. Un cartel en la sala nos explica que la estatua fue sometida a la ‘damnatio memoriae’, acto que consistía literalmente en condenar la memoria de aquellos emperadores que habían pretendido hacerse pasar por dioses en vida. De esta manera, tras su muerte, se procedía a hacer justicia denigrando su recuerdo tánto como ellos habían procurado ensalzarlo, deformando los retratos y borrando su nombre de las inscripciones. En todo ello había quizás una cierta ‘justicia divina’, la misma que Herodoto nos recuerda que les espera siempre a los que ansían demasiado el poder. Pero desde un punto de vista algo más prosaico, y desde luego mucho más estratégico, se trataba también de una manera de organizar la propaganda de los nuevos emperadores, en muchas ocasiones enemigos de los anteriores. La lógica del poder exige ensuciar el recuerdo del enemigo difunto, sobre todo teniendo en cuenta lo nostálgico que puede resultar a veces el pueblo. Hay que mantener y avivar el odio, caricaturizando al personaje, desfigurando su memoria, oscureciéndolo así con verdades que son mentiras y mentiras que se convertirán en verdades oficiales. Esta última costumbre ha perdurado hasta el presente, y en nuestro país tenemos la ocasión de comprobarlo casi constantemente. Basta con encender la televisión.

La ‘damnatio’ perfecta, sin embargo, es aquella que logra aniquilar completamente el recuerdo del enemigo de tal manera que nadie llegue a saber que existió alguna vez. Uno puede estar seguro en estos casos de que cuanto más dura sea la condena, también más inocente el conenado. Esto fue lo que intentó llevar a cabo Hitler con el pueblo judío en la llamada ‘Solución final’.

Stanislaw Radlowski.
Stanislaw Radlowski. Foto por cortesía de la familia Radlowski.

II

 Jerzy Radlowski cumplió ochenta y seis años hace dos meses. Polaco y de ascendencia judía, su madre se convirtió al catolicismo y educó a todos sus hijos en esta religión, él piensa que quizás en previsión de lo que iba a ocurrir. Cada vez que Jerzy se santigua lo hace sencillamente, como sólo ciertas personas mayores saben hacerlo todavía, con intención, despacio y apretando. Ha perdido el noventa por ciento de su visión en los últimos años y cuando fija sus ojos, que son de un azul zarco clarísimo, lo hace con gran intensidad. Al verlos da sensación de que su mirada es una mirada muy limpia.

El padre de Jerzy, Stanislaw Radlowski, sobrevivió a Auschwitz. Tras la huida de los alemanes, fue andando desde el campo de concentración hasta su casa, y allí se presentó vestido con el uniforme a rayas de los prisioneros. Nunca quiso contar nada a sus hijos, lo que vivió en Auschwitz se lo guardó para sí mismo. En mi familia ocurrió algo parecido: mi abuelo, que luchó en la Guerra Civil, tampoco quiso contarle nada a sus hijos. Tras la guerra siguió con su vida, conoció a mi abuela, montó una imprenta y se dedicó a sacar adelante a los suyos. Luego, una operación de apendicitis se lo llevó cuando todavía era joven.

Al contrario que su padre, o que mi abuelo, Jerzy siente la necesidad de recordar, de contar la historia de su vida a los demás pues, como dice su hijo Alex, su padre es historia viva. Habla de cuando luchó en la resistencia de Cracovia, de cómo fue enviado a un campo de trabajos forzados y cómo salió de él para volver a luchar, esta vez contra los comunistas. Su manera de relatar los recuerdos no es lineal; salta de una anécdota a otra, y uno se ve forzado a ir recomponiendo el mosaico para darse una idea más o menos cabal de lo que en realidad fue su vida. A veces, sin embargo, a él también le cuesta recordar, porque recordar resulta demasiado doloroso. Pero todo lo cuenta sin apasionarse, pausadamente: las cosas fueron así, y poco más puede decirse de ellas.

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El campo de concentración de Dachau, hoy en día. Foto de Nani Boronat.

III

Lo normal es intentar olvidar, pero muchos supervivientes han tenido la necesidad de recordar y, sobre todo, de que los demás no nos olvidemos de los que allí murieron. Cuando uno visita Dachau se encuentra con un cascarón vacío; con los años se ha ido desinfectando, oreándose de todo mal. Todo se ve demasiado limpio y, si no fuera por las fotografías, las películas y los innumerables documentos, incluso los hornos podrían confundirse con sencillos hornos de pan. Pero al ver que tienen exactamente el mismo aspecto que los de Auschwitz, como si los campos de concentración hubieran sido meras franquicias de una misma empresa macabra, se empieza a atisbar algo del horror que sucedió en un lugar aparentemente tan vulgar. Lo mismo ocurre al entrar en los barracones y percibir el olor de la madera sin barnizar con que están hechos los camastros. Uno se da cuenta de que sólo ese olor bastaría para despertar al instante, con toda su viveza, los recuerdos de cualquier superviviente.

Muchos de ellos han sentido la necesidad de recordar, sí, y también de volver. Así le ocurrió a Johannes Neuhäusler, cuando regresó a Dachau para fundar un convento carmelita en el mismo campo. Rezar es recordar la pasión, y recordar la pasión es lo que hacen también los evangelios, con sencillez, haciendo un simple recuento. Cerca del convento, dentro del recinto, hay una capilla católica polaca, otra evangelista, otra ortodoxa y, junto a todas ellas, la sinagoga.

Lo que antes fue un infierno, la Gehena, es ahora un lugar de peregrinación.

Publicado por

Nacho Escobar

Pintor y profesor de dibujo

2 comentarios en «Damnatio memoriae»

  1. Hoy he recibido en el número de verano de The Paris Review la última entrevista concedida por Imre Kertész, aquejado de Parkinson y comentando con sorna eso precisamente, el hecho de sufrir una «enfermedad burguesa» tras haber sobrevivido el horror de Auschwitz. Me ha movido a cambiar un poquito mi lista de lecturas de verano y lanzarme a buscar mi ejemplar de Max Picard, Hitler in Our Selves. Valores líquidos, según él. Una moral que no es sólida y no permite que nada de fundamento pueda asentarse sobre ella. Vamos, como intentar hacer un castillo de naipes sobre una cama de agua. Nacho, en la tierra baldía no crece nada excepto…una cosa tremendamente repelente, alargada, robusta, sin fruto ni razón para existir más que provocar ganas de arrancarla. En sí misma es una señal para el agricultor de que ese terreno no da fruto. Lo llamamos en Jaén «jopo». Y surge de lo imposible, de la infertilidad, pero nace. Me ha recordado a lo que mencionas sobre Duchau y Auschwitz. Todos iguales, símbolo de la falta de almas fértiles, destrucción en sí mismos. Lo más desolador es que surgen en tierras que aparentemente son buenas. Muy desolador, sí.

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