La estética del arte contemporáneo es un estética de enterradores. No hace más que dejar cadáveres a sus espaldas. El arte moderno ha dado grandes obras como en cualquier otra época, pero a día de hoy, la falta cada vez mayor de verdaderas personalidades provoca un vacío que se rellena con teorías, con retórica banal y pretenciosa, con mera palabrería; la cosa era inevitable, se venía intuyendo desde hacía décadas: no existe un ambiente más falso y apolillado, más superficial y tontorrón que el de la creación artística contemporánea, con el añadido de que viene aderezado con la solemnidad del entierro. Al estallido juvenil y revolucionario de las vanguardias se han impuesto sus inevitables consecuencias, los cadáveres que va dejando detrás de sí, o que al menos pretende dejar. En cuanto a la pintura, primero fue el entierro de la tercera dimensión, luego la realidad como referente, finalmente la representación misma, el tema; hasta que, inevitablemente, durante los años setenta se anunció su defunción por anemia. Ojalá hubiera muerto realmente, así hubiéramos podido pintar con total libertad, en vez de seguir viéndola pulular moribunda, de aquí para allá, excusándose con sutilezas estéticas, intentando respirar de una manera lo suficientemente moderna. Más les hubiera valido a los críticos decir con cierta pompa y circunstancia “¡La pintura ha muerto, viva la pintura!” Pues, de la misma manera que el padre muere, sus hijos, los que lo suceden, siempre serán de la misma estirpe.
Haced el favor de abrir una revista de arte cualquiera. Todo el mundo parece ir vestido de luto. Mirad los cadáveres diseccionados de Damien Hirst: son la perfecta imagen del arte de nuestro tiempo, un arte delicadamente forense. ¿Dónde está aquel paraíso que se nos había prometido, aquella libertad creadora? El siglo XX comenzó preñado de un aliento vital, el XXI es un cementerio artístico. Paseaos por las mejores ferias de todo el mundo; veréis infinitas obras hechas de otras tantas maneras, pero prácticamente todas ellas huelen a lo mismo, todas ellas no son más que proyectos, ideas: todas están muertas. El artista contemporáneo pasa innumerables horas ‘informándose’ de los derroteros que tomará el arte, de cuál es el debate artístico del momento para poder formar parte del sepelio. Hoy la mejor manera de halagar una obra de arte es calificándola de ‘interesante’. Me imagino que si a Miguel Ángel le hubieran dicho que los frescos de la Capilla Sixtina eran ‘interesantes’ los hubiera vuelto a encalar de blanco.
La pintura, el dibujo, deben ser un arte vital y verdadero. Un arte fecundo, que surja de manera natural a partir de la vida, por pura necesidad, y no bajo los dictados de las revistas. Necesitamos igualmente algún tipo de estética que aparezca con la misma espontaneidad que se le aparece la vocación al artista. Una estética que sepa dar al menos dos o tres ideas importantes, en vez de presentarse como el producto de innumerables clichés. ¿Cuál es la vocación artística de nuestro tiempo? Seguramente, muchos de los verdaderos artistas del momento son absolutamente desconocidos. Sean cuales sean los rumbos que decida tomar el arte, deberán imponerse por sí mismos como ocurre con cualquier otra circunstancia vital. Cuando las esquelas de las revistas anuncien por fin que el arte ha muerto, para entonces habrá ya resucitado.