España no es África, oiga


Para un número creciente de personas, la comida en los cubos de basura ayuda a fin de mes. Estas tácticas de supervivencia son cada vez más comunes en España, donde la tasa de desempleo es superior al 50 por ciento entre los jóvenes y cada vez más las familias con todos sus miembros en paro. Imagen de Samuel Aranda / New York Times.
Para un número creciente de personas, la comida en los cubos de basura ayuda a fin de mes. Estas tácticas de supervivencia son cada vez más comunes en España, donde la tasa de desempleo es superior al 50 por ciento entre los jóvenes y cada vez son más las familias con todos sus miembros en paro. Imagen de Samuel Aranda / New York Times.

Jot Down Magazine publica hoy una entrevista de Ramón Lobo a Santiago Lyon, vicepresidente y director de fotografía de Associated Press. La pregunta, sobre los niños hambrientos en África:

En el11-S no hubo imágenes de muertos, solo las de algunas personas tirándose al vacío en los primeros momentos. Eso criterios no se aplican con África, el hambre y los niños con moscas. ¿Por qué?

Creo que tiene que ver con los gustos de los editores, qué tipo de fotografía prefieren publicar basándose en su experiencia a lo largo de muchos años y el conocimiento de sus comunidades. También está la idea de que el muerto lejano es más anónimo. Si se está muriendo un hombre, una mujer o un niño en África, eso muestra lo horrible que es la vida allí y hay que enseñarlo porque es dramático. Pero cuando esas cosas ocurren en casa son una aberración. Algunos dirían que esto es un doble rasero, que se debería ver el mundo de la misma forma sucedan las cosas en casa o fuera de casa. Otros dirían que es lógico que sea así porque uno tiene sus costumbres y lo que es normal en un país no lo es en otro.

En efecto, el muerto anónimo. Y la distancia, sea geográfica o cultural. El periodista establece una comparación entre una excepción como el 11S y algo más frecuente de lo deseable, pero vale para el objetivo final, preguntar por qué unos muertos se enseñan y otros no. La pregunta es reveladora, también, para señalar lo fundamental: en Occidente nadie muere de hambre.

A Lyon le falta dar la vuelta a la situación: Un español sabe bien que en su país nadie muere de hambre. Pasea por sus calles y conoce, más o menos, el día a día de sus problemas. Un muerto de hambre, en Madrid, sería excepcional. Ese muerto en la Gran Vía llevaría a su familia al paredón del pueblo, incluido el de Twitter. En África, sin embargo, asumimos la imagen como el que peca por gula.

Por eso enfadó tanto, hace un año, el reportaje que publicó el New York Times llamado ‘In Spain, Austerity and Hunger‘. Que España no es África, oiga.

Un poco español, de padre nigeriano y de abuelo mal holandés


Una mujer camina sobre oleoductos. Fotografía: George Osod

En la primera mitad de la década de 1980, Nigeria disfrutó de un boom petrolero descomunal que el gobierno despilfarró de forma catastrófica, solicitando cuantiosos créditos y derrochando el dinero en proyectos inútiles y plagados de corrupción. Así y todo, durante el boom, parte de la bonanza terminó por revertir inevitablemente en la gente de a pie. En 1986, sin embargo, el precio del petróleo cayó en picado y en Nigeria se acabó la fiesta de un día para otro. No sólo se redujeron drásticamente los ingresos del petróleo, sino que los bancos ya no estaban dispuestos a seguir concediendo créditos; de hecho, lo que entonces pretendían era cobrarlos. Este brusco viraje desde los ingresos abundantes y la generosidad crediticia hasta los ingresos exiguos y la amortización redujo casi a la mitad el nivel de vida en Nigeria; el ciudadano iba a acusar este declive catastrófico tanto si entendía sus causas como si no. Entonces el gobierno acometió algunas reformas económicas no demasiado ambiciosas, anunciando a bombo y platillo que contaban con el apoyo de diversos organismos financieros internacionales. Las reformas se camuflaron dentro de un grandilocuente paquete de medidas políticas y recibieron el nombre de «programa de reajuste estructural». Aunque modestas, tuvieron un éxito considerable: la producción creció con más rapidez que durante todo el boom del petróleo. Sin embargo, estos escasos puntos porcentuales de crecimiento en producción no petrolera se vieron anulados por la depreciación del petróleo y por la necesidad de amortizar los créditos, con la consecuente contracción del gasto. El crecimiento que propiciaron las reformas apenas ayudó a compensar la penuria que trajo consigo el desplome del nivel de vida: eso es lo que ocurrió, pero no lo que los nigerianos creyeron que ocurrió. Los nigerianos, como era de esperar, creyeron que el terrible aumento de la pobreza que sufrieron en carne propia se debía a esas reformas económicas pregonadas a los cuatro vientos. Hasta ese momento, las condiciones de vida habían mejorado, pero fue entrar en vigor las reformas y dispararse la pobreza. Dada esa convicción, los nigerianos se formularon la pregunta más obvia: ¿por qué nos sometieron a una «reforma» tan devastadora?, y a la conclusión que llegaron, inevitable habida cuenta de los pasos previos, es que las instituciones financieras internacionales se habían confabulado para arruinar Nigeria.

El club de la miseria, Paul Collier.