Debate sobre el estado de la emoción


Santillana«¿Once goles a mí? Ni de broma». El oráculo que pronunció esas palabras en 1983 se llama Bonello y era el portero de la selección de Malta. Y acertó, porque fueron doce. «Nunca lo pensé», murmuró cabizbajo antes de coger el avión de vuelta.

España necesitaba ganar por once goles de diferencia para clasificarse para la Eurocopa del año siguiente después de que Holanda, pocos días antes y líder del grupo, hubiera colocado una manita en el fondo de las mallas maltesas. Poco recuerdo del ambiente entre los amigos del colegio. Pero sí recuerdo que pensaba que era algo posible, pues Malta era un equipo de amateurs. El portero, sin ir más lejos, trabajaba en una empresa textil. Aún así, Alfredo Relaño, en su artículo de El País del mismo día del partido, cerraba con cierta desesperanza su semblanza sobre el guardameta: «Demasiado bueno para encajar 11 goles». Algunos jugadores holandeses se reunieron para ver el partido en lo que presumían que sería una gran fiesta para ellos. Ignorantes ellos, no sabían que la Historia se repite, y ahí estaban, los tercios españoles, para librar una penúltima batalla. La última, la de 2010, ha servido para confirmar, por si a alguien le cabía alguna duda, que Holanda es al fútbol lo que Poulidor al Tour de Francia.

marca_portada_malta_ESEl partido comenzó mal. Señor falló un penalti antes de que Santillana hiciera su hat-trick -que entonces se llamaba marcar tres goles- en la primera parte. Pero por el camino, se coló impredecible un balón que rebotó en Maceda y nada pudo hacer el debutante Buyo para detenerlo. Fue la única vez que vi a Paco en todo el partido. Se llegó al descanso con un raquítico 3-1 que, en realidad, era como un 2-0, como si hubiéramos marcado un gol cada 22 minutos. A partir de ese momento, había que anotar uno cada cinco.

Miguel Muñoz, conservador en la primera parte con tres defensas y cuatro delanteros, ordenó a Maceda, central de toda la vida, que se sumara como quinto arriba. Rincón comenzó fulgurante la segunda parte e hizo el cuarto. La selección tardó diez minutos más en doblegar física y psicológicamente a los malteses, con el quinto, en el minuto 57. La mano cayó como un bofetón. Y comenzó el recital. Faltaba media hora y había que marcar siete goles. Fueron cayendo uno tras otro, con cada llegada, con cada córner, con cada balón al área. Mi histeria aumentaba y, con cada tanto, corría por el salón, saltaba y me dejaba caer de rodillas, junto a mi hermano, abrazados, como si lo hubiéramos marcado alguno de nosotros. Los goles se sucedían con tal rapidez que a veces, antes de volver a la televisión, ya habían marcado el siguiente. Las celebraciones alcanzaron rango de liturgia. En el minuto 80, Manu Sarabia hizo el 11-1. La furia española, que es como se llamaba a la selección antes de ser roja, era ya imparable.

Cuatro minutos más tarde, un mal despeje al borde del área deja un balón muerto a los pies de Señor que, según le llega, patea y coloca en la esquina inferior derecha del desriñonado Bonello el pasaporte a París. Y el grito de júbilo, quebrado, de José Ángel de la Casa, que está en los anales de la historia de las narraciones deportivas, tan solo igualado por el posterior «Iniesta de mi vida» de Camacho quien, por cierto, fue el capitán de aquella memorable noche de diciembre.

Hubo tiempo para un gol más, del correcaminos Gordillo, pero el árbitro lo anuló por un fuera de juego inexistente. Al final del partido, la exaltación de la histeria, las lágrimas sobre el campo. La desolación holandesa. No digamos el pobre Bonello, culo en césped. Después de haber gritado doce veces gol como un niño maldito y poseído, yo ya no sabía qué más sacar de mi boca, así que me asomé a la terraza, y después de exclamar hacia dentro varias veces con los dientes apretados, solté todo mi aire con un «¡Viva España!» o algo parecido, que era muy franquista, pero yo no lo sabía. De haber sido más mayor y socialista, habría gritado «¡Viva este país!», que era lo que se estilaba en aquella época atroz, porque solamente atroz puede ser una época en la que las hombreras estaban de moda.

La calle era una jauría de cláxones. Débiles, claro, del tipo Seat 127 o Simca 1000. A ver quién me metía a mí en la cama con ese subidón de adrenalina. Mi madre, que por algo es madre, se dio cuenta de que lo que yo necesitaba era una tila. Suficiente tenían mis padres con aguantarme de día como para tener que aguantarme también esa noche.

Me la bebí poco a poco. Quemaba. Las madres siempre lo sirven todo muy caliente, es una verdad universal y lo sabe todo el que ha tenido madre alguna vez. Pero es que era recordar el glorioso zapatazo de Señor, y se me pasaban los efectos. Entonces mi padre tuvo una idea genial para que conciliara el sueño. Hacía poco que había comprado un VHS, de esos grandotes, de los de me pones aquí y ni me muevas, de los de peso un quintal. Sacó la cinta en la que habíamos grabado el partido -porque sí, yo tenía fe en la gloría de aquella noche- y que durante muchos años tuvimos guardada pensando que llegaría el día en el que esa cinta valdría algo. Y así habría sido si algún imbécil no hubiera inventado Internet. Como decía, sacó la cinta. Dos meses antes, había probado por primera vez el LP del vídeo, que doblaba la duración de la cinta a costa de la calidad. «Total, para lo que hay que ver», dijo ya por entonces. «Ven hijo, ven», prosiguió entre cariñoso y perverso, «siéntate en el sofá». Obedecí confuso. No lo vi venir. Si tan solo hubiera tenido a Gollum como referencia. Dio al play.

Y comenzó el Debate sobre el Estado de la Nación.

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