La Décima comenzó a ganarse 24 de abril a las 21:01 cuando Sergio Ramos coló un obús con la cabeza en el fondo de las mallas del Allianz Arena. Pero comenzó a gestarse casi cuatro años antes, cuando Mourinho llegó a un Real Madrid con la necesidad imperiosa de competir. La llegada del entrenador portugués provocó una revolución en los asientos del Bernabéu: pocas veces la afición madridista ha sentido una unión y una fidelidad por su entrenador como la que sintió con Mourinho hasta que comenzó a ser cuestionado por los medios y, más tarde, por su enfrentamiento con Iker Casillas. Los ídolos no son de este planeta y las guerras contra ellos suelen comenzar ya perdidas.
Mourinho llevó la revolución al Bernabéu. Agarró de la pechera al señorío y recriminó en voz alta que los partidos no se ganaban con el puro en la boca. Despertó un madridismo salvaje, lo que muchos han definido como mourinhismo, pero que ni siquiera han sabido definir. Unos, muchos de ellos periodistas, lo han calificado de una ultraderecha efervescente, peligrosa, gritona. Con esos pobres argumentos han luchado. Otros, que se proclaman mourinhistas, no hacen sino un flaco favor a su significado porque, en realidad, nunca han visto más allá de su forofismo y Mourinho les ha servido de canalización.
El mourinhismo no consistía, ni consiste, en la defensa a ultranza de una persona, haga lo que haga, diga lo que diga, de forma irracional; sino en la defensa de un equipo, de que lo políticamente incorrecto vale incluso más que lo correcto y que está bien decirlo, en que la lealtad es fundamental en el trabajo en equipo, en que el jefe siempre está en el banquillo y no en el campo pero, sobre todo, consiste en denunciar la trampa intelectual de que hay un buen fútbol y un fútbol malo. Es la denuncia de una moral impuesta por pequeños gerifaltes que creen que su opinión es verdad suprema. Una pelea contra esa moral que vale para el fútbol y para cualquier orden de la vida.
El mourinhismo es denunciar la hipocresía del que actúa como se espera de él en público, pero fanfarronea a micrófono cerrado. Denunciar que el Madrid, por no jugar como el Barcelona, no es peor equipo. Mourinho no es que fuera el mejor entrenador del momento, es que era el idóneo para atacar esos cimientos.
Venía a competir contra el mejor Barça de la historia, un equipo que había superado al Real Madrid. En esa imagen colectiva aterrizó el portugués, en tierra de guardiolismo absorbente ayudado, además, por los éxitos de la selección española. Una forma de pensar que consiste en una sonrisa permanente, en las buenas relaciones y formas porque todo va bien, en especial con los medios, en asombrar al mundo con el juego y los porcentajes de posesión. En el trabajo diario de una cantera frente a zarpazos financieros de fichajes millonarios; en la humildad frente a la soberbia; en el seny frente a la chabacanería; la democracia frente a la dictadura. En vender la imagen frente a la realidad. La guerra entre la pureza y lo maldito.
En Madrid comenzaban a sentirse los primeros síntomas de lo que Pedro Ampudia bautizó como el madridismo culé, que no es otra cosa que la madriditis pero sufrida por un merengue: una enfermedad que uno ve perfectamente en los demás, pero nunca reconoce en uno mismo. Eso, en toda la historia del Barça, sólo lo ha conseguido Guardiola y hay que reconocerle su mérito.
Mourinho devolvió competitividad al Madrid y acabó con el guardiolismo. Ese es su mayor triunfo. El propio Guardiola se bajó del carro un año antes, no sé si por estrés o porque veía venir un derrumbe que no quería que le pillara en casa. Decidió tomar aire y firmó un nuevo contrato con el equipo más potente de Europa, el Bayern de Munich que, como una profecía, había arrasado Barcelona con un 7-0 demoledor en las semifinales del año anterior. Parecía que Guardiola se movía en el fútbol como Fouché en política.
Para doblegar a Guardiola, Mourinho compitió hasta el límite, y los límites suelen agotar. La prensa, que esperaba sus ruedas de prensa con grabadoras, comenzó a acudir con cuchillas. Pensaron que tendrían titulares fáciles y, en efecto, los tuvieron: pero a costa de poner en evidencia sus propias miserias. Se movilizó de forma vergonzante, crearon un clima insufrible y, en medio de todo esto, se enrarecieron las relaciones en el vestuario donde el capitán jugó un papel crucial. La decisión de sentar a Casillas condenó a Mourinho. Buena parte de la afición se sintió agredida, se rompió definitivamente la armonía. Casi de la noche a la mañana, los aficionados se dividieron entre los que querían al entrenador en la calle, y los que acusaban a Casillas de traidor por dar munición a la prensa que, día tras día, disparaba en la rueda de prensa contra su jefe. Esos odios todavía quiebran con daños colaterales como Arbeloa y Diego López.
Al final del año, el callejón condujo a la salida de Mourinho y la llegada de Ancelotti, quien demostró su carácter al sentar a Casillas desde el principio de temporada. Las críticas arreciaron y él, que no tenía nada personal contra Iker, pero que sabía que no podría capitanear esa nave en esos mares ni tampoco podía ceder, decidió que jugara la Champions. Era eso u otro año aciago para el Madrid. Carlo cogió un equipo casi hecho, con pocos cambios y lo ha adaptado a su visión del fútbol sin despreciar las armas cargadas que le entregó Mourinho. Ha podido llegar donde el portugués, por tres veces consecutivas, se quedó a las puertas.
Carlo ha doblegado el maleficio de Alemania, puesto a prueba tres veces seguidas. La brutal paliza al Bayern de Munich, donde se vio finalmente que el paseo triunfal de Guardiola por tierras bávaras no ha sido sino un espejismo en alta competición. Donde quedó demostrado que el fútbol del guardiolismo se debió a la conjunción de una seria de jugadores excepcionales y un gran entrenador. Guardiola llegó al equipo que enterró a su hijo, pero se topó con el equipo que creó su archienemigo, manejado con maestría por Ancelotti.
Parecía que, como Edipo, el Madrid se enfrentaría al destino de matar al padre, pero de esa batalla cruel se encargó Simeone, un hombre que ya ha hecho historia como entrenador en el Atlético de Madrid más competitivo que se recuerda. Han realizado una temporada memorable, inimaginable para cualquiera el pasado septiembre. En cierto modo, el Atlético ya la ha ganado.
Pero falta levantarla. Que la levante el Madrid.