Error de traducción


Cuento la siguiente historia a propósito de las negociaciones con Grecia. Toda negociación es siempre más compleja y rebuscada de lo que nos llega. A veces, incluso, es también impostada. Y siempre puede haber salidas originales que facilitan un acuerdo allí donde parecía imposible.

Todos hemos tenido algún profesor ya entrado en años encantado de contar batallitas de su vida laboral. La veteranía es un grado a la hora de sumar anécdotas en clase. Este profesor mío nos quiso mostrar, con una de sus experiencias, cómo se desarrollaba una negociación. Siempre nos decía que podíamos hacernos los ofendidos y parecer enfadados, pero nunca enfadarnos, porque la otra parte conocería entonces nuestro punto débil.

De joven, trabajó en la embajada de España en París durante el franquismo. En aquellos años ayudó en unas negociaciones de contenido cultural con la Unión Soviética. El grueso de las negociaciones lo llevaron los equipos de las embajadas en Francia y, una vez cerrados los últimos flecos, los ministros fueron a París a cerrar el acuerdo.

Llegado el día, se sentaron en una mesa larga. Por un lado, la delegación rusa con su ministro a la cabeza, por el otro, la española. Comenzó lo que iba a ser el simple acto formal de la firma. El ministro ruso tomó la palabra. Para sorpresa de todos, y sin venir a cuento, desplegó un show de alabanzas a Lenin, a Stalin, al pueblo obrero, a la lucha de clases… Y exclamó indignado: «¡Esto no se va a firmar jamás!». Quedó la sala en silencio. Mi profesor, boquiabierto. Entonces, el ministro español se quitó las gafas lentamente y las dejó caer sobre la mesa con cierto desdén -mi profesor aprendió que era era un gesto efectivo, que daba tiempo a pensar- y se frotó ligeramente los ojos. Tomó de nuevo las gafas, se las colocó sobre la nariz y dijo muy tranquilo: «Lo siento mucho, me parece que ha habido un malentendido en esta negociación. Buenas tardes». He hizo una señal para que la delegación española se levantara. Y salieron por la puerta.

Mi profesor no daba crédito a que se fuera a ir al garete todo el trabajo de varios meses. El ministro, sin embargo, caminaba imperturbable hacia la salida. Fuera había periodistas, tanto españoles como soviéticos, para cubrir el momento. Cuando estaban a punto de salir por la puerta, se acercó a toda prisa un miembro de la delegación rusa: «¡Esperen, esperen! No puede irse así, debe comprender que el ministro tiene un público en su país y lo que ha dicho lo tenía que decir». A lo que el ministro respondió: «Lo comprendo perfectamente. Entienda también usted que yo también tengo el mío, y por eso voy a salir por esa puerta». El interlocutor soviético lo interpeló de nuevo: «A ver cómo se puede solucionar, no se vayan todavía». Y pasaron a una habitación contigua.

Al cabo de 45 minutos fueron a buscarlos y regresaron a la sala donde esperaba la delegación rusa. Estaban todos menos uno. Entonces, el ministro ruso volvió a tomar la palabra: «Disculpen el malentendido de antes, ha sido culpa del traductor».

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